HOY ES 14 DE ABRIL. LA REPÚBLICA QUE VUELVE Del Libro: Guerra civil en el norte. General Dávila (R.)

 

¿DÓNDE VAS ALFONSO XIII?

El 14 de abril de 1931 el Rey se marcha, abandona el ejercicio de sus funciones para evitar un supuesto y posiblemente no seguro derramamiento de sangre.

No había razón alguna; nadie había depositado en las urnas la forma política del Estado. Solo eran unas elecciones municipales que el Rey ni perdía ni ganaba; él no entraba en juego. Nunca se sometió a referéndum la forma política del Estado. De unas elecciones municipales surgió la República.

Alfonso XIII se quedó solo.

¿Dónde están mis leales? No están aquellos Cadetes de Infantería a los que con tanta frecuencia visitaba en Toledo, en el campamento de la academia militar, los Alijares. Fresco el recuerdo de aquella tienda de campaña en la que durmió el Rey un día ya lejano mientras resonaban en sus oídos las palabras que su Director dirigía a los Caballeros Cadetes: «Conservad en vuestros corazones estos sentimientos de admiración, cariño y adhesión a nuestro Rey, que ellos serán la guía de nuestro proceder en todos momentos [sic], hasta en los más peligrosos de nuestra gloriosa carrera. Dedicad todas vuestras energías, vuestra vida entera, a su gloria, que es la de la Patria» […]. «Recordad en todo momento que las páginas más gloriosas de nuestra historia las ha escrito la Infantería con la punta de sus bayonetas».

Otros Cadetes, los de la Academia General Militar estaban más lejos: en Academia General Militar de Zaragoza. Su Director, el general de Brigada Francisco Franco Bahamonde, había propuesto que la General, como se la conocía, se ubicase en El Escorial. Entonces las cosas podían haber sido distintas: «Si hubiésemos estado en El Escorial acaso habrían podido cambiar algunas cosas. A mí me hubiese sido fácil presentarme el 12 o el 14 de abril de 1931 en Madrid, al frente de los cadetes, e influir, quizá, sobre las circunstancias que determinaron la expatriación de Alfonso XIII» (Franco. Manuel Aznar).

Ya antes, muy pocos meses antes, el 12 de diciembre de 1930 el general Franco había plantado cara al golpe de Estado republicano, un servicio de guerra, al tomar posiciones con sus cadetes en Zaragoza sobre la carretera de Francia para detener a la columna del capitán Fermín Galán, laureado de la Legión, sublevado en Jaca por la República.

El desorden e improvisación de la columna de Galán hizo que no pasase de Huesca. Detenida y anulada. Los capitanes Galán y García Hernández fusilados.

Era el pronunciamiento militar vanguardia del Comité Revolucionario que pretendía que los militares fuesen por delante, asegurarse la fuerza. Casares Quiroga, que iba camino de la revolución del capitán —dicen que a detenerla—, se quedó dormido en el hotel de Jaca. Al despertarse ya se había sublevado Galán que avanzaba hacia Huesca. ¡En nombre del Gobierno Provisional Revolucionario!

A partir de ese momento nadie estaba tranquilo. Se había inaugurado una etapa de permanente violencia y desconfianza política y social. Después del fracaso militar y revolucionario, inventaron la escusa de las urnas. Unas elecciones de falsa interpretación y amañados resultados.

Al fin, como consecuencia de sucios pactos y manejos, sin razones legales en que sustentarse, llega a España la República, porque el Rey se va. Dicen que para evitar un derramamiento de sangre; nadie dijo lo de supuesto y posiblemente no seguro derramamiento de sangre que, al final, ya sin rey, se produjo. No era el rey el problema.

El 14 de abril Alfonso XIII tiene que abandonar España.

Son las hijas de un general y marqués, Gonzalo Queipo de Llano, las primeras en subirse a una camioneta y recorrer las calles de Madrid al grito de viva la República: «en alguno de esos camiones, roncas de gritar y sinceramente convencidas de la gloria de la jornada, iban mis hijas» (Queipo de Llano en Mis almuerzos con gente importante. José María Pemán, Dopesa 1970).

Mientras se le acaba el tiempo, el rey tiene aún lucidez para una breve meditación. Aquella dictadura. ¿Para qué? No era eso, no era eso. Esto no acabará aquí. Si se queda: ¿habrá guerra? ¿Si se va?

¿Dónde vas Alfonso XIII? Ya no hay vuelta atrás. Que se las arreglen ellos.

La Guardia Civil se inhibe por orden del general Sanjurjo, José Sanjurjo Sacanell, dos veces laureado, su Director. El repentino republicano, marqués del Rif, recuerda sus cuentas pendientes con el que ya es solo don Alfonso: el Toisón de Oro que no le han dado, que si su mujer no es del gusto real, ¿por qué no le ha nombrado gentilhombre, con acceso directo al despacho real?

Esos días abrileños de repúblicas, el general Sanjurjo se convierte en protagonista. Le gusta ser importante. Lo es. África y alguna cosa más le han dado fama y honores que a veces no se corresponden con su inteligencia. El ministro de Estado Alejandro Lerroux le pide que asegure el orden. El general exige para él plenos poderes sobre el Ejército, las Fuerzas de Seguridad y la policía. Lo quiere todo y lo obtiene. (Madrid Julio 1936, pág. 191, en cita al libro de TG. Emilio Esteban-Infantes: General Sanjurjo (Un laureado en el penal del Dueso. Maximiano García Venero).

Sobre el marqués del Rif va a recaer el peso de la bienvenida a la República. La República necesitaba para colarse en España el aval de un general, a pesar de Azaña y muy a su pesar: «…accedió sin resistencia a prestar a la República, que reconoció, el primero e inestimable concurso de la Guardia Civil de la que era director general. Siguió al frente de ese Instituto, pero muy pronto inicióse una antipatía que le hizo incompatible con Azaña, el cual no se cansaba de manifestar la molestia sentida ante la pretensión de que la República tuviese un patrono o protector y con entorchados» (Mis Memorias. Niceto Alcalá Zamora. Colección Espejo de España).

Antes de que el rey se vaya definitivamente, un último intento lleva a Romanones a proponer su abdicación y establecer una regencia de la que fuese titular el Infante D. Carlos de Borbón Dos-Sicilias que había sido Capitán General de Sevilla, y en esos momentos Inspector del Ejército. Persona muy considerada, de enorme prestigio entre civiles y militares. Una quimera. Ya era tarde para el apellido Borbón en España. No había vuelta atrás.

Desde el 12 de abril de 1931 la calle no deja de gritar. Por ahora solo eso: gritos.

Berenguer ministro de la Guerra rubrica el final de la escena. Escribe a los capitanes generales la noche del mismo día 12 y les da la orden definitiva: «…que los destinos de la Patria siguieran el curso que les impone la voluntad nacional». Está claro: no hay que contar con el Ejército, que nadie mueva un pelotón. Lo que diga Sanjurjo. Nada que hacer. Dejar correr la calle.

El Rey no tiene donde apoyarse. Dice que no quiere derramamiento de sangre.

¿Y si resiste? «Dios sabe lo que hubiese ocurrido si Su Majestad resiste; tal vez se hubiese salvado el trono» (Franco. MC. FFSA. Pág. 491).

Es el final de la Monarquía: «Quiero apartarme de cuanto sea lanzar unos compatriotas contra otros en fratricida guerra civil… Suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España».

Se acabó el Reino de España, que ahora es la República española. Rumbo a Cartagena.

La guerra que vino no fue como consecuencia de la marcha del Rey sino por los que en un ruin pacto (Pacto de San Sebastián) traicionaron el curso de la historia y amañaron a su gusto unas elecciones para montar su República que no supieron encauzar ni dirigir. Ni la monarquía, ni la República eran culpables. Solo la incompetencia de unos dirigentes demasiado complacientes; con su escasa sabiduría gobernante se llevaron por delante la monarquía y detrás de ella la república. Habrá que admitir la consabida frase: «La República la trajeron los monárquicos y, después, la perdieron los republicanos».

DE CARTAGENA A MARSELLA. EL DESTIERRO

Jesús Juan Garcés, Oficial de la marina de guerra, licenciado en Derecho y perteneciente al Cuerpo Jurídico de la Armada, nos dio la oportunidad de conocer en detalle cómo fueron aquellas últimas horas de la monarquía y el viaje de Don Alfonso al destierro. Lo hace a través del relato del Almirante José Rivera y Álvarez de Canero, ministro de Marina en aquellos momentos, y que acompañó al Rey en su viaje hasta Marsella. Lo publicó en La Gaceta Ilustrada n. º 444 de 10 abril 1965.

Tentado he estado en honor a la brevedad y espacio literario resumir este importante testimonio, pero no me he atrevido a cambiar ni una coma de lo escrito por el almirante, documento oficial depositado en el Museo Naval.

Es un relato exacto no solo del viaje, sino del ambiente oscuro de aquellos momentos en el que se traslucen las relaciones del Rey con el ministro de Marina y los que le acompañan, entre el deber y el sentimiento, que nos permiten deducir lo que ocurría por muchos corazones de tantos militares y españoles. Descripción breve, declaración militar del servicio prestado, en la que el almirante no puede evitar traslucir la frialdad del viaje al exilio.

«Manuscrito 1.306: “El domingo 12 de abril fueron las elecciones municipales y el lunes 13 conocí por el Ministro de la Gobernación, que me habló por teléfono, el desastroso resultado de las mismas. Hablé también con Aznar (Capitán General de la Armada, Presidente del Consejo de Ministros) y me dijo que a las cuatro tendríamos Consejo. Nos reunimos a esa hora y tomó la palabra Romanones, quien desde luego opinó que la única solución era que el Rey se marchase y desde luego que el Gobierno debía presentar la dimisión y aconsejar lo ya dicho. Pensé que esto era ya cosa conocida por el Rey, dadas sus relaciones íntimas con Romanones, ya que este era quien llevaba la política del gobierno y más aún porque ya traía una cuartilla escrita con su opinión.

Aunque la cosa era muy fuerte, todos comprendimos que no había otra solución, pues ni el Rey quería seguir ni el Ministro de la Guerra contaba con el Ejército, según expresó claramente repetidas veces. Cierva fue el único que opinó enérgica y decididamente en contra. Yo me limité a repetir lo que había dicho en la primera reunión de Gobierno: Que mi papel era sostener la disciplina de la Marina, pero veía claramente que sin contar con el Ejército y la Guardia Civil, y siendo la voluntad del Rey no batallar, era inútil todo esfuerzo. En vista de esta larga y penosa discusión, el Presidente fue a dar cuenta al Rey y presentar la dimisión del Gobierno, que continuaría en su puesto hasta la resolución definitiva.

El día 14 recibí aviso telefónico de que a las 12 estuviera en Palacio, y poco más tarde me llamó el Almirante Aznar y convinimos en alistar un Crucero. Supuse para lo que era y di las órdenes al Almirante de la Escuadra. A las 12 estaba en Palacio y allí me enteré de que el Rey estaba conferenciando con García Prieto y Romanones y quería oír a todos los ministros. El cariz de Palacio era alarmante, pero la poca gente que había en la Cámara aún conservaba esperanzas; salieron los arriba mencionados y entramos Berenguer, Maura y yo. Tomó la palabra el Rey y expresó su resolución de ausentarse de España en vista de las circunstancias, pues aunque no le faltaba valor para jugarse la vida y estaba seguro de contar con fuerzas suficientes para resistir, no quería que por su causa se derramara sangre. Maura le dijo que le parecía bien su resolución y que no pasaría un mes sin que hubiera una reacción. Berenguer callaba e insinuaba su desconfianza en el Ejército y yo dije que confiaba en la  actitud de la Marina y que no opinaba como Maura. Después entró La Cierva con otros dos ministros. No sé, pero me lo imagino, lo que el primero diría al Rey. Volví al ministerio y, después de comer, a mi despacho, donde recibí otro aviso de que a las cuatro y media había Consejo en Palacio. Ya se veía la revolución y en el edificio de correos ondeaba la bandera roja y por las ventanas los empleados asomaban banderitas. Fuimos a Palacio encontrando mucha animación en las calles de gente del pueblo.

Durante el Consejo se repitió lo de por la mañana. El Rey no vacilaba en su decisión de marcharse para evitar sangre, pero estaba tranquilo. Cierva insistió en su idea de probar a resistir y discutió con alguna viveza contra Berenguer, García Prieto y Romanones. Hubo el detalle de que entró el Ayudante de servicio y entregó a Romanones un escrito de Alcalá Zamora, al parecer conminatorio, pues era ya tarde y se acercaba lo noche. Al poco rato, y siendo inútil la discusión, nos levantamos y fuera del Consejo, ya junto a la ventana, el Rey hizo la exclamación:

—Esta casa en que nací y que quizá no volveré a ver…

La primera parte es seguro, la última algo parecida. Se habló de que Cartagena había ya preparado un Crucero y Hoyos se ofreció al Rey para acompañarle a dicho punto, pero todos dijeron que el  ministro de  la Gobernación no debía ausentarse, y Romanones dijo que fuera yo quien le acompañase, a lo que me presté, desde luego. Durante el Consejo se había convenido que el Gobierno continuaría hasta las diez de la mañana del día 15, en el que el Presidente haría entrega a Alcalá Zamora.

Quedo con el Rey en recogerlo a las 9 y yo le llevaría en mi coche de uniforme. El Rey se despidió y abrazó a los demás y los Ministros nos reunimos para nada, pues ya no había nada que hacer. Yo me marché pues eran las siete y media y tenía que preparar mi viaje. Ya me costó llegar al ministerio y tuve que hacerlo por las calles extraviadas y aún por estas había gente y gran animación, viéndose muchas banderitas republicanas. Llegué al ministerio y conversé con el Jefe de Estado Mayor, Almirante Cervera. A quien entregué mis papeles y le dije advirtiera al Capitán General de Cartagena  mi salida para aquella plaza con el Rey y que tuviera abierta la puerta  del arsenal y todo dispuesto para embarcarse inmediatamente en el Crucero que estaría listo. También mandé alistar otro Crucero que no hizo falta. Al poco de entrar en el ministerio recibí  otro aviso de Palacio para que fuera a las ocho y media en vez de a las nueve, lo cual era difícil por detalles de preparación inexcusables y entre ellos porque el coche no estaba convenientemente preparado y el chófer de confianza, Requeijo, que conocía muy bien el camino y coche, se había marchado a la calle. Por fin llegó el chófer y pude salir minutos después de las ocho y media, después de abarrotar de gasolina para no tener necesidad de parar hasta Albacete, Ya estaba Madrid intransitable por las calles del centro y me fui por Génova, que tardé bastante en pasar por las aglomeraciones de gente, coches y carros con mujeres con trajes fantásticos y promoviendo gran algazara. Salí del atasco y tomé por las Rondas, donde tampoco faltaba animación, y por fin llegué a Palacio, al que atraqué a la puerta del Príncipe que estaba imponente y dejé allí el coche con mi Ayudante, atravesando yo a pie aquella multitud que me dejó pasar a pesar de ir de uniforme. Llegué al ascensor y no había nadie. Subí la escalera y salí a la galería donde solo había un alabardero a la entrada del primer pasillo. Entré en la saleta y allí me esperaba el Ayudante Moreu, con orden de conducirme a las habitaciones particulares de la familia Real, que yo desconocía, y me dijo que el Rey me esperaba con impaciencia.

Acompañado de Moreu pasé a un salón donde de pie y rodeada de varias señoras estaba la Reina, a quién saludé, así como a los Infantes Don Jaime y Don Gonzalo. Entramos en un pasillo y a poco encontré al Rey con sombrero puesto y me dijo:

—Vamos, don José.

Me puse a su lado, y al salir de nuevo a otro salón grande, apareció rápidamente multitud de servidores que cariñosamente le rodearon y dijeron que volviese pronto, al propio tiempo que le daban vivas. Acompañaba también al Rey el Jefe de la Casa Militar y Ayudantes de servicio y otras personas de Palacio.

Bajamos en un ascensor y en él dije algunas palabras al Rey que estaba con la preocupación natural, a las que no me contestó. Bajamos por una escalera oscura y salimos afuera por la puerta secreta del Campo del Moro. Como no me habían dicho nada y mi auto quedaba en la del Príncipe, lo mandé a buscar por medio de Moreu, y a poco estuvo allí. El Rey me dijo que él iría delante con el Infante Don Alfonso y que fuese yo con el Duque de Miranda detrás. Venía también mi Ayudante Feros. La oscuridad era grande y allí no había más que autos y un montón de gentes que inoportunamente daban vivas al Rey. A eso de las 9 salimos. El rey delante, yo detrás y después no sé en qué coche irían, pues, como digo, la oscuridad era grande. Salimos de Madrid sin novedad y yo creo que sin ser advertidos, y ya, camino de Aranjuez, nos enteramos, al menos yo, de que nos escoltaba un coche de la Guardia Civil, con un Sargento y cuatro guardias. Pasamos por Aranjuez y otros pueblos, en todos los cuales había mucha gente en la calle principal (la carretera) y en todos chillaba la gente, pero sin hacer otras demostraciones. Algo debían saber, pues siendo día de trabajo y a horas desusadas, es raro que estuviesen en la calle y en tan gran número. La primera parada la hicimos en pleno campo y pasado Aranjuez. Bajamos todos y nos reunimos con el Rey, Miranda y yo, también el Infante, que nunca se separaba de él. El Rey me dijo

— ¿Quién me ha empaquetado a mí para Cartagena? ¿Tú?

Y yo le contesté que sí, que el Gobierno.

— ¿A dónde vamos después?

—Ya se lo diré a S.M. y al oído: Marsella.

Pude observar que venían en la expedición tres ayudantes del Rey, Uzquiano, Alonso y Gallarza, vestidos de paisano, y, quizás otras personas que en la oscuridad de la noche no pude distinguir. A los pocos momentos volvimos a los coches y continuamos el camino como antes a  gran velocidad, y continuó el mismo espectáculo al pasar por los pueblos. A eso de las 12 hicimos otra parada y vinieron a decirme que el Rey iba a cenar, y como la noche estaba fría, ni Miranda ni yo bajamos del coche (ninguno de los dos había cenado, ni cenamos aquella noche).

Volvimos a parar por tercera vez y el Rey me dijo que procurara no pasar por las calles de Albacete y que fuese yo delante, pues él no conocía bien el camino. Así lo hicimos, aunque del todo no era posible, pero como era ya la una de la madrugada, no había nadie en las calles que atravesábamos. Volvimos a parar a eso de las dos para dar gasolina al auto del Rey.

Al llegar a Murcia tampoco encontramos gente en las calles, pero dio la casualidad de que al llegar al paso a nivel de la línea férrea, lo cerraron por estar un tren maniobrando. Estuvimos parados unos siete u ocho minutos y se acercaron a prudente distancia cinco hombres, que quedaron parados y observando, pero al poco rato saludaron quitándose los sombreros y lo volvieron a hacer al abrir el paso y continuar nuestro viaje. ¿Quiénes serían? ¿Policías, periodistas? No sé. De Murcia a Cartagena sin novedad y a más de cien kilómetro entramos por la calle Real, y al enfocar la puerta del Arsenal, la encontramos abierta como yo había ordenado, pero con numeroso público que, contenido por la guardia (pues no se le dejó entrar como deseaba), prorrumpió en gritos y vivas a la República. Entramos hasta el muelle de la Machina, donde encontramos a la marinería correctamente formada y me parece que armada, y un grupo grande de Jefes y Oficiales que rodeó al Rey. Me puse a su lado y pregunté por los generales, quienes llegaron al momento, pues estaban a nuestra entrada esperando a la puerta del Arsenal. Tan pronto llegaron Cervera y Magaz y saludaron, invité al Rey a que embarcara en el bote dispuesto al efecto, y una vez embarcados nos fuimos al buque Príncipe Alfonso, que nos esperaba  a pique del ancla. Al abrir el bote del Arsenal, el Almirante Cervera, Jefe del mismo, dio siete vivas al Rey, y este contestó con un:

— ¡Viva España!

A bordo venía el Almirante Magaz y el Jefe de Estado Mayor, López Tomasete, el Gobernador Militar, general Zuvillaga y otros jefes y oficiales. Atracamos y subimos al Príncipe en cuya cubierta esperaba el Almirante Montagut, Jefe de la Escuadra y el de la División de Cruceros, Salas, así como el Comandante y oficiales del buque y otros de la Escuadra. Tanto en el bote como a bordo, el Rey saludó y habló afablemente con todos. Tan pronto estuvieron a bordo los maletines del equipaje, le dije al Rey que despidiese a todos para marcharnos, extrañado y agradeciéndome que yo continuara a bordo acompañándole. Una vez fuera los que no eran del buque, di orden al Comandante Fernández Piña de salir a la mar. Lo que verificamos, estando fuera de malecones a las cinco y media. Por deseo del Rey subimos al puente alto, donde permanecimos durante la salida, pues me dijo que «quería ver España por última vez». Me preguntó dónde íbamos y le dije que a Marsella, indicándome él que le parecía mejor Tolón, pues Marsella era puerto de mucho movimiento, pero yo le convencí de que era mejor Marsella y que llegaríamos al amanecer, entre dos luces. Una vez en la mar nos fuimos a acostar, pues ya era hora (y yo sin cenar). Al Comandante le di instrucciones para la recalada a Marsella, etcétera.

Día 15.- A las 10 me levanté y subí al puente, donde estuve un rato con el Comandante. A mi paso por cubierta, tanto al ir como al volver a la Cámara, pude observar la corrección de las clases y marinería por su actitud correcta y disciplinada. Al llegar a bordo la noche anterior observé, una persona que, con el Duque de Miranda y el Ayuda de Cámara, formaba su séquito. Al Infante lo alojé en el camarote del Jefe de Estado Mayor. El Duque en el del Ayudante y yo en el del Comandante, como más próximo al Rey que iba en el del Almirante. Dije al Comandante que mientras estuviese el Rey a bordo se le tratara como tal, y por tanto que él invitaría  a la mesa, como así lo hizo después de hablar yo con Miranda. Almorzamos a la una y fuimos invitados, así como a la comida de la tarde, el Comandante, un Jefe y un Oficial y los cuatro que veníamos con el Rey. Este se mostró siempre sereno, si bien en la conversación divagaba algo (no es extraño). Hablaba de su porvenir y de cosas de barcos, dirigiéndose especialmente a los invitados del buque. El Infante también habló de su porvenir. El Rey pidió al Comandante una bandera del buque como recuerdo, y al disculparse este diciendo «que estaban a cargo», intervine yo para que le diera una del bote, como así se hizo. Al llegar se supo por radio que había tenido lugar la proclamación de la República y poco después recibió el Comandante orden del Almirante de la Escuadra para que, después de desembarcar el Rey, se izase la bandera republicana, haciéndosele los honores de ordenanza. De todo me daba cuenta el Comandante, y de esto al Rey, quien me preguntó «cuando se izaría», y yo le dije que cuando se fuera y saliéramos de guas jurisdiccionales francesas.

Nada que yo sepa ocurrió durante el día de la cena. Ya de noche se recibió radio de Gibraltar en que el Infante Don Juan preguntaba qué hacía y el Rey quiso que se le contase «que fuere a París aprovechando el primer paquete» que saliera para Génova o Marsella, pero esta comunicación no se puso. También quiso se telegrafiase al Embajador de París, de lo que le disuadí. Hasta las once de la noche estuvimos en conversación en el sofá de la Cámara hablando, como es natural, de su situación, la que no veía clara, y a cuyas preguntas me era difícil contestar, pues se sentía optimista, y yo no lo era. Por fin me despedí de él, pues íbamos a recalar al amanecer y nos convenía descansar. Me pidió que al volver a España publicara en la prensa monárquica dos manifiestos, despidiéndose del Ejército y la Marina, que me entregó escritos a máquina y que acepté, aunque diciéndole me parecía no los querrían publicar, como así sucedió. Antes de acostarme, hablé largo rato con el Duque de Miranda y con el Comandante aparte, a quien di mi opinión sobre la despedida al Rey en la mañana siguiente y que aceptó. También el rey me preguntó «cómo se le despediría» y le aseguré que interiormente con todos los honores. Recalamos entre dos luces y algo neblinoso, y a las cinco y media de la mañana fondeamos a unos quinientos metros, entre dos farolas. Momentos antes de desembarcar hablé con el Rey, que dudaba en la forma de despedirse, pues me preguntó, «si debía hablar o no». Yo le aconsejé que no hablase, y se despidió uno a uno de los Oficiales y Jefes. Así lo hizo, dándoles la mano sin pronunciar palabra. La gente, cumpliendo mi orden al Comandante, se hallaba correctamente formada en sus puestos de babor y estribor de guardia; esta frente al portalón y los Oficiales en línea a continuación. Presentó armas la guardia y al salir por el pantalón rompió marcha la corneta, y no cesó hasta que el propio Rey desde el bote, mandó parar. Al despedirse de mí le dije de acompañarlo hasta dejarlo en el muelle, lo que le extrañó y agradeció. En el bote embarcamos únicamente el rey, Duque de Miranda, Infante, el criado, mi Ayudante y yo. El Rey, a popa, mandó:

—Abre

Y al decirle yo «mire Señor, que correctamente están», rompió a llorar y metiéndose debajo de la cámara, me dijo:

—Dispense, Don José, no lo he podido evitar.

Desembarcamos en el muelle más próximo saltando por un remolcador que estaba atracado a la escala. Eran las seis menos cinco. No había en el muelle más que cuatro o cinco hombres pertenecientes, al parecer, al remolcador. El Infante les preguntó si no había cerca coches, y el individuo silbó para avisar. Se extrañaron al verme por mi actitud con el Rey e ir de uniforme mi Ayudante y yo. El Rey me abrazó y dijo me marchase, dándome las gracias por todo. Le dije que esperaría a que desembarcaran los maletines que venían en otro bote, y cuando aquellos estuvieron sobre el muelle y la gente embarcada, me despedí, volviendo a abrazarnos al ayudante y a mí. En el momento de embarcar, ya llegaba un taxi verde oscuro con faja blanca, donde embarcamos el equipaje, y el Rey permaneció de pie en el muelle mientras salíamos de los botes. Ya un poco lejos del muelle le vi retirase.

En cuanto llegamos a bordo me recibieron haciéndome honores; le dije al Comandante colgase los botes y zarpase en seguida para Cartagena y que al salir de las aguas jurisdiccionales francesas se izase la bandera tricolor, haciéndose los honores correspondientes. La salida fue inmediata, pues estábamos con el ancla a pique y, a las ocho y cuarto, vi el primer cañonazo; seguramente estábamos fuera de las aguas jurisdiccionales francesas.

Refrescó el norte, haciéndose frescachón y arbolando bastante mar, llamándose luego al norte, tan pronto salimos de la influencia del golfo  a eso de las tres de la tarde.

Se recibió orden de retirar retratos de la familia Real y símbolos de la Monarquía. A las siete treinta de la mañana fondeábamos en Cartagena, tomando el expreso para Madrid. Después de lo escrito anteriormente me enteré de que se fantaseaba sobre supuestas incorrecciones cometidas a bordo durante el viaje a Marsella. Todo eso es falso, pues ni yo me di cuenta, ni ninguno de a los que después pregunté. Todos a bordo estuvieron correctísimos y el Rey fue tratado como tal hasta el último momento. El incidente de la petición de una bandera ya lo he relatado y respecto a que vio cortar el estandarte para hacer la nueva bandera, me extraña, pues yo no lo vi. Esa faena, caso de que tuviera lugar, se hace a popa. Ha sido que el Ayudante de Cámara de Su Majestad lo vio y contó; lo ignoro.

El diecinueve de febrero juré el cargo de ministro por segunda vez. El doce de abril fueron las elecciones Municipales y en vista del resultado, el catorce a las nueve menos cuarto salimos de Palacio con el Rey, llegando a Cartagena a las cuatro y media, embarcando en el Príncipe Alfonso, fondeado en Marsella el dieciséis a las cinco y media de la mañana, desembarcando a las seis y cinco, dejando al rey en el muelle y saliendo para Cartagena, donde fondeamos el diecisiete a las ocho de la mañana. Al salir de las aguas jurisdiccionales de Marsella se izó la bandera republicana por orden del nuevo Gobierno. El veinte me presenté al ministro, a quien di cuenta de mi comisión y en seguida me retiré del despacho casi sin oírle. Y aquí termina mi vida oficial».

En ABC de 7 noviembre de 1973 se cita otro importante documento que viene a completar el ya expuesto. Se trata de la carta que el Comandante del Príncipe Alfonso remite a sus hermanos el día 18 de abril de 1931 contándoles las peripecias de aquel viaje. No modifica las declaraciones del Almirante, pero hay detalles que siguen siendo esclarecedores para adivinar el ambiente que se respiraba en aquellos históricos momentos. El capitán de Navío Manuel Fernández Piña, comandante del buque, pensaba que iban a Inglaterra y ya en la mar supo que debía poner rumbo a Marsella. No se permitió al Rey comunicarse con el exterior «como el pobre deseaba para saber de su familia; a esto no me atreví por temor a que se pescasen sus radios y me costase un disgusto con el Gobierno».  Un mal trago, dice el Comandante del buque. No nos extraña; con el Rey se iba la monarquía embarcada sin razón ni más explicación que los inciertos datos de unas elecciones municipales y el Rey no era ningún alcalde elegible. Una grosera y triste despedida, inmerecida a todas luces.

Ni la bandera española que enarbolaba el buque “Príncipe Alfonso” se le entregó con la excusa de estar a cargo.

El buque Príncipe Alfonso, regresó a España siendo ya  republicano. Adoptaría el nombre de Libertad y terminaría sus años de mar con el nombre de Galicia.

Cuando el buque se hacía a la mar con el rey a bordo se cruzó con un submarino de la clase B5 que regresaba a puerto. Se vio como arriaba la bandera tricolor e izaba la de España rindiendo los honores de ordenanza al cruzarse. El comandante del submarino se llamaba Luis Carrero Blanco.

Así se acabó la Corona. «Nos regalaron el poder», dice Miguel Maura, ministro de Gobernación».

PRIMEROS PASOS DE LA II REPÚBLICA

La República nace con un problema de ilegalidad que con el tiempo se convierte en otro de legitimidad y ante eso no hubo, no hay, no habrá, argumentos. De la chistera de aquellos magos de las urnas, con los polvos del Pacto de San Sebastián, llega la República; o lo que aquello fuese.

Un Gobierno provisional, un Estatuto provisional. Todo es provisional, a base de provisionales Decretos. Sigue mandando el Comité

Revolucionario, aunque se denomine Gobierno Provisional.

Designaron Presidente a D. Niceto Alcalá Zamora y este, a su vez, por ministros del Gobierno, a los miembros de aquel Comité, en esta forma:

Estado: Alejandro Lerroux García

Gobernación: Miguel Maura Gamazo

Guerra: Manuel Azaña Díaz

Fomento: Álvaro de Albornoz y Liminiana

Instrucción Pública: Marcelino Domingo Sanjuán

Marina: Santiago Casares Quiroga

Economía: Luis Nicolau d´Olwer

Justicia: Fernando de los Ríos Urruti

Hacienda: Indalecio Prieto Tuero

Trabajo: Francisco Largo Caballero

Dentro de las distintas tendencias políticas representaban:

Alcalá Zamora y Maura  a los conservadores; Lerroux, republicanos históricos; Albornoz y Domingo, al partido radical-socialista; Azaña al grupo de ateneístas Acción Republicana; Casares  a la incipiente

Organización Republicana Gallega Autonomista; Nicolau, a los

autonomistas separatistas catalanes; Prieto, de los Ríos y Largo Caballero, a matices del socialismo; Martínez Barrio, era Gran Maestre de la Masonería, de cuya organización eran miembros Lerroux, Albornoz, Domingo y de los Ríos, y posteriormente Azaña.

El programa de gobierno era sencillo. Nadie tenía que cumplir nada. Gritar viva la República era suficiente.

Entre ellos los soldados que dejaron de estar obligados a cumplir el juramento de servicio y obediencia al rey. Azaña, ministro de la Guerra, les libera a cambio de la promesa de servir a la República; eso sí, con fidelidad y con las armas si fuese necesario; o serán dados de baja.

Suena el himno de Riego. Hay que buscar los  símbolos. La República ya tiene su nueva bandera, inventada sobre la marcha, sin rigurosidad, ni historia. Remiendo de paño nuevo en vestido viejo.

El exteniente coronel de ingenieros Francisco Maciá proclama la República catalana com Estat integrant de la Federaciò Ibèrica. Companys y Lluhí al frente. El presidente de la República, se supone que española, viaja a Cataluña. En tres días la República Catalana se convierte en la Generalidad de Cataluña. Todos votan favorablemente al Estatuto el 2 de agosto.

Fue una negociación en falso. Aquel día, desde dentro empezó la división, el camino a la independencia. La semilla iría creciendo: «Los catalanes no pueden ser españoles porque han nacido en tierras de Cataluña» (Ventura Gassol en Ricardo de la Cierva. Historia de la Guerra Civil española, pág. 2). Tan infantiles como eficaces. No está de más recordar que en el Pacto contra la monarquía se reconocía la personalidad de Cataluña.

En el País Vasco va a iluminar el independentismo vasco el PNV de Antonio Aguirre y Lecube ¿o es la Iglesia vasca? Está en juego la unidad de España, siempre la diversión de los tahúres es repartir las cartas y luego romper la baraja, una ruleta rusa cuyo cañón apunta al corazón de España.

En Gobernación ondea ya la bandera republicana. Habla el nuevo presidente del Comité Revolucionario, ahora convertido en gobierno provisional de la República, don Niceto Alcalá Zamora: «El gobierno provisional de la República ha tomado el Poder sin tramitación y sin resistencia ni oposición protocolaria alguna…». Nos lo han regalado, le contestaba la calle.

¿Violencia?: no pasará un día si ella, sin miedo, sin dolor, sin persecución. No es esto, no es esto. Pero ya era tarde.

« ¡Cuádrese! Soy el ministro de la Guerra» (Memorias. Diego Martínez Barrio. Espejo de España, pág. 32). Era de noche y en la oscuridad de las bujías, entre las sombras, Azaña pone firmes al oficial de guardia del palacio de Buenavista, sede del ministerio de la Guerra. El general Ruiz Fornell le da posesión del cargo. Azaña acababa de cumplir un sueño infantil. A esas horas el niño don Manuel sueña con su juguete: ¡Soldados! Pronto abrirá la cajita y sacará a sus soldados de plomo para organizar su peculiar ejército.

Todo se radicaliza. Aflora el «no sabe usted con quien está hablando; aquí mando yo».

«Para los republicanos de izquierda, también llamados la izquierda burguesa, la nueva República tenía menos que ver con un proceso democrático que hubiera que respetar escrupulosamente que con un proyecto de reforma radical que en, algunas ocasiones, Manuel Azaña y otros líderes calificaban de revolución. Para ellos la República no era tanto un sistema político como un determinado programa de reformas culturales e institucionales para el cual era indispensable eliminar permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno» (Stanley G. Payne. El camino al 18 de julio. Espasa. 2016).

Empieza el juego militar. Queipo de Llano es nombrado capitán general de Madrid, López Ochoa de Cataluña, Riquelme de Valencia y Cabanellas de Andalucía.

El juego tiene nombre, pero le faltan los apellidos: los Decretos de Azaña, ministro de la Guerra. Nada de juramentos a la bandera: fidelidad a la República o a casa, con paga, pero a casa. El Ejército se reduce de dieciséis Divisiones a ocho, sin orden ni concierto ya que nunca se hizo previsión del número de oficiales necesarios para cubrir los puestos, a pesar de la disminución drástica de unidades, sin limitar el pase a la reserva. Más de ocho mil oficiales dejaron la actividad militar. En principio pasaron a la reserva 140 generales, 8.500 jefes, oficiales y asimilados, 3.200 clases de tropa. Sus plazas quedaban amortizadas. ¿Descontento en el Ejército? Sin duda, pero por razones diferentes a las legales: confusión, precipitación en las reformas más demostrativas del «aquí mando yo» del ministro de la guerra que de un estudio profundo y una ejecución escalonada.

Se suprime el empleo de capitán general por el tono autoritario del término; mejor División Orgánica, y se fija como empleo máximo el de general de división. Se empieza por una orden sencilla: ¡Firmes! ¡Cuádrese!; después se organizan batallones, divisiones y guerras, desde los despachos, sin mirar al frente, sin ver las consecuencias.

Se cierra la Academia General Militar de Zaragoza, creada para, además de fomentar el espíritu de unidad, compañerismo y fraternidad, formar a los oficiales con un mayor conocimiento y coordinación entre las distintas Armas del Ejército, algo crucial en la guerra. Azaña, su República de reformas, de decretos, no admitía ese sentido de unidad en el Ejército que siempre le pareció peligroso. Quiso un Ejército Republicano, pero nunca pensó que lo primero que un Ejército necesita es una explicación; que nunca fue dada.

Se discute la bondad de la reforma de Azaña. No hubo tal. No hubo nada. Purga sí. ¿Buena voluntad?, puede, pero no se pudo demostrar. ¿Era necesaria una reforma militar? Siempre lo fue, siempre lo es. En aquellos momentos también, pero sin dar la imagen de venganza, de resentimiento, de lanzar a unos contra otros. No era la reforma más urgente, los ejércitos eran necesarios y eso significaba tener cerca a los militares, que por cierto no se oponían a la República como demuestra el golpe de Sanjurjo, y el alzamiento que se produjo al grito de viva la República, siempre seguido del viva España. Con un poco más de mano izquierda las cosas habrían sido de otra manera. Azaña lo supo después y se arrepintió, pero su mentalidad infantil, su afición a las formaciones de soldaditos, acabó con él. Para más inri jugó también a ser más papista que el Papa y pasó a ser monaguillo de la España católica, aunque fuese por costumbres, tradiciones ancestrales. Hubo más militares que se pasaron a la reserva por el ataque a la Iglesia que por las reformas militares. Una auténtica persecución religiosa.

Se cometió el mismo error que Pavón achaca a Napoleón en España: el error nacional, el monárquico y el religioso. Los españoles después de tantos años de sacrificio son antes que otra cosa españoles. Se dan cuenta de ello cuando alguien intenta que dejen de serlo. Son monárquicos por costumbre, y porque no se dejan mandar por cualquiera. Lo de la religión es, además de costumbre, por lo que han luchado y muerto sus antepasados: la fe Católica.  Cómo para perderla por una imposición extranjera.

Azaña calculó mal. A la postre entre los retirados y apartados, generales o no, se generó el alzamiento.

MAYO 1931

Ha llegado el mes de mayo. «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano» (Azaña) (La España del siglo XX. M.Tuñón de Lara). Los propósitos de revolución de sector importante del nuevo régimen se hicieron patentes en los sucesos revolucionarios de los días 11 al 13 de mayo de 1931 en diversas poblaciones como Madrid, Málaga, Sevilla, Cádiz, Jerez de la Frontera, Algeciras, Valencia, Alicante, Murcia… en las que por multitudes, que no quiso controlar la policía, procedieron a incendiar templos, conventos, quemar las imágenes, bibliotecas, laboratorios…, sin que los bomberos pudieran actuar para aminorar los daños y sin que las fuerzas de Ejército intervinieran.

En este mes de mayo republicano Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC, se reúne con Alfonso XIII en Londres. La entrevista se publica el día 5.

— ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin vernos! El primer español que llega aquí para verme eres tú. Te lo agradezco mucho.

Verdaderamente era mucho: nadie se acordaba ya de Alfonso XIII, nadie en España, y solo habían pasado 15 días.

—No quiero que los monárquicos exciten en mi nombre a la rebelión militar […]. La monarquía acabó en España por el sufragio, y si alguna vez vuelve ha de ser asimismo por la voluntad de los ciudadanos.

Ese día el Rey autoriza al marqués de Luca de Tena a que se organice una corriente de opinión monárquica en España. Pone condiciones: «Que actúe públicamente y sin crear dificultades al Gobierno español, e incluso estar con él para todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de la Patria». Está claro que el Rey no sabe lo que ocurre en España.

Lo va a saber en muy poco tiempo. Va a empezar a darse cuenta cuando llegue el mes de noviembre: «Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien, ejercitando los Poderes de su Magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico del país; en su consecuencia, el Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la ley a don Alfonso de Borbón Habsburgo-Lorena; privado de la paz pública, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional. Don Alfonso de Borbón será degradado de todas las dignidades, honores y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de su representación legal para votar las nuevas normas del Estado, le declara decaído, sin que se pueda reivindicarlos jamás, ni para él, ni para sus sucesores. De todos los bienes, acciones y derechos de su propiedad que se encuentren en territorio nacional, se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba darles. Esta sentencia, que aprueban las Cortes Soberanas Constituyentes, después de sancionada por el Gobierno Provisional de la República, será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de Naciones».

Firmaba la sentencia, como presidente del Gobierno de la República de España, Manuel Azaña el día 26 de noviembre de 1921.

El Decreto se había aprobado en las Cortes con nocturnidad: a las tres cincuenta y cinco minutos de la madrugada del 20 de noviembre de 1931.

Esa era la respuesta de los que hay que apoyar, según palabras del Rey. Alta traición. Una declaración de rencor — ¿odio?— sin precedentes. Peor que la guillotina. Insoportable. El Rey de España se convierte en un peligroso delincuente.

Los gritos de la calle se transforman en hechos. Las tierras hay que repartirlas, la Iglesia, iglesias llenas hace un mes, ahora hay que clausurarlas, los militares fuera, fuera el Ejército. Mantequilla por cañones y el odio como proyectil.

El Gobierno provisional, en un medido e interesado proyecto, convoca elecciones constituyentes. Los partidos se preparan.

Los monárquicos, autorizados por el rey, al que para otras cosas han olvidado, inauguran el domingo 10 de mayo la sede de su partido en la calle Alcalá nº 67.

Se oye en la calle la Marcha Real que alguno de los reunidos hace sonar intencionadamente. También vivas al Rey desde el balcón. Las pedradas iníciales dirigidas a la sede monárquica acaban en disparos. El centro monárquico es asaltado por la muchedumbre a la vez que arden los vehículos aparcados en sus inmediaciones. Luego se dirigen a la sede del ABC que no llegó a ser asaltada porque el ministro de Gobernación, Miguel Maura, ordenó a la Guardia Civil proteger el edificio. Hubo disparos y algunos manifestantes cayeron heridos. Murió el portero de una casa cercana y un niño de trece años.

El ABC había sido sentenciado desde el anuncio de la entrevista de su director con Alfonso XIII y la consecuente apertura de la sede del Partido Monárquico. A la República se le escapaban las riendas del caballo desbocado.

La calle va a ser utilizada como la principal urna. La C.N.T y los comunistas quieren dirigir las masas, la U.G.T. y el Partido Socialista también. Todo menos sacar un tricornio a la calle contra el pueblo.

Desde una de las ventanas del ministerio de Gobernación habla Azaña: «Se hará justicia». Demagogia que gentilmente cede a un joven ateneísta que aclama: «Se castigará a los monárquicos y se suprimirá la Guardia Civil».

El día 11(mayo) sigue el ambiente de crispación. Se sabe que la quema de conventos está preparada para ese día. El capitán Arturo Menéndez, ayudante de Azaña, se lo había comunicado al ministro de la Gobernación. Estaba confeccionada y repartida la lista de conventos que había que quemar. La dirigían los mismos jóvenes del Ateneo que el día anterior desde Gobernación habían pedido la disolución de la Guardia Civil. (Así cayó AlfonsoXIII… Miguel Maura. Ediciones Ariel).

El Gobierno está reunido ese día en Presidencia. Son las nueve de la mañana y llega el aviso: ¡Está ardiendo la Residencia de los jesuitas de la calle de la Flor! «Son Fogatas de viruta», bromea Alcalá Zamora. «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano», apostilla Azaña.

La calle festejaba la libertad y la justicia que dicen que trae la República. Con hogueras. La quema de conventos: el Sagrado Corazón en Chamartín, las Bernardas en Vallecas, Santa Teresa de los Carmelitas Descalzos…, todo lo previsto según la lista que se había redactado; más todo lo que se les ponía a tiro.

Pasadas las tres de la tarde el Consejo de Ministros decide declarar en Madrid el estado de guerra. Ni un tricornio a la calle contra el pueblo. Se pasa de no hacer nada a todo: que salgan los militares. Azaña toma el mando de sus soldaditos.

Madrid, Málaga, Sevilla, Cádiz, Jerez de la Frontera, Algeciras, Valencia, Alicante, Murcia…, arden como «fogatas de viruta».

En Valladolid también pretendieron incendiar el convento de los Padres jesuitas, los templos y colegios religiosos; desde Madrid llegan núcleos de personas para encabezar la acción revolucionaria.

«Habría que preguntarse desde cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical discordia que condujo a la guerra. Y entiendo por discordia no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del “otro” como inaceptable, intolerable, insoportable. Creo que el primer germen surgió con el lamentable episodio de la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes» (Julián Marías. La Guerra Civil. ¿Cómo pudo ocurrir?); y añade unos párrafos más tarde: «Cuanto peor, mejor, que fue la consigna que se acuñó por entonces y que valdría la pena datar con precisión». Julián Marías habla de frivolidad y de la irresponsabilidad máxima del Partido Socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de la autonomía regional.

Y es que siempre hay alguien que aprovecha el fuego de la colilla que se tira al suelo encendida.

El Norte de Castilla anunciaba al día siguiente: No pasa nada en Valladolid.

La capitanía general de Valladolid había dado orden de proteger los edificios y cumplir a rajatabla las ordenanzas para evitar cualquier desorden. El jefe de Estado Mayor de la Capitanía era el general Dávila.

Azaña sabía del general a raíz del Informe Picasso y quiere contar con él. Un hombre sensato y eficaz, sin alharacas a la hora de afrontar difíciles situaciones como lo prueba su actuación en África antes del desastre de Annual, que él vaticinó como jefe de la Sección de Campaña del Estado Mayor del general Silvestre. En el deseo de Azaña puede que influyese el consejo  del comandante Leopoldo Menéndez López (primo del general Dávila), uno de los militares, junto a Hernández Sarabia, de su confianza que conocía muy de cerca al general Dávila. Azaña nombraría a Menéndez más tarde subsecretario de Guerra con Hernández Sarabia de ministro. No podía contar con muchos colaboradores dentro de aquel Ejército desconfiado, pleno de retirados y expectantes ante el desorden y la ausencia de autoridad.

El domingo 24 de mayo de 1931 el general Fidel Dávila Arrondo estaba en su despacho de la Capitanía General de Valladolid. Dos capitanes de su Estado Mayor piden permiso para entrar.

—Enhorabuena mi general.

Dávila levanta la cabeza extrañado. ¿Un domingo de enhorabuena?

—A mí, ¿por qué?

—Mi general acaban de llamar del ministerio de la Guerra que don Manuel Azaña le llamará mañana porque le designa Subsecretario.

Al poco tiempo desde Madrid, por encargo de Azaña, llama el comandante Leopoldo Menéndez López repitiéndole lo que acababa Dávila de conocer por sus capitanes del Estado Mayor. Al poco tiempo entró su hermano Víctor Dávila, comandante de Infantería, al que habían enviado para convencerle de que aceptase el cargo.

Ya en su casa le comenta a su esposa:

—Teresa, Azaña me designa Subsecretario del ministerio de la Guerra. Me lo acaban de comunicar.

— ¿Y qué vas a hacer?

—Acabo de formalizar la solicitud de retiro y mañana la cursaré.

—Pero, ¿lo has pensado bien?

—Sí, yo no puedo servir a…

La resolución de Azaña fue muy rápida y en la primera lista apareció retirado, por Decreto del día 28, con tres tenientes generales, ocho generales de División y 42 generales de Brigada (Diario Oficial  del domingo 31 mayo 1931).

El pensamiento militar está revuelto. Sensibilidades a flor de piel ante los desórdenes, la violencia, la deriva que toma la República.

En junio se celebran elecciones generales para elegir las Cortes Constituyentes.

Se inauguran solemnemente. Bandera tricolor e himno de Riego. Ya no hay Rey. ¡Viva la República!… ¿O la revolución?

En el discurso de apertura luce la pomposidad dialéctica de Niceto Alcalá Zamora: « ¡Ah! El sabio extranjero que quiera definir la política española por diccionario tendrá ya que innovar la llamada que decía: “Pronunciamiento: voz anticuada, despectiva, militar y española, sin traducción posible”, y tendrá que decir: Pronunciamiento: voz moderna, civil, popular, de comicio legal, republicana, típica de España, sin traducción posible».

Del proyecto constitucional se pasó a la discusión del articulado. El problema de siempre. La República Federal.

Ortega y Gasset dejó claro los términos del problema, pero ya era tarde: «Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión». Expuso las diferencias entre soberanía y autonomía: «Es la soberanía la facultad en su raíz, preestatal y prejurídica de las decisiones últimas o primeras, según el orden en que queráis contar: es, pues, el fundamento de todo poder, de toda ley, de todo derecho, de todo orden. Y la autonomía, en cambio, un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión» (Del libro Memorias de Diego Martínez Barrio).

En aquel momento constitucional se vislumbró que la discusión de los artículos referentes al problema religioso iba a ser el plato fuerte y espinoso de aquellas Cortes constituyentes. Lo resume Azaña: «España ha dejado de ser católica». Era el religioso, la Iglesia Católica, una obsesión de aquellos republicanos que, encabezados por el infantil sueño napoleónico de Azaña, cometían los mismos errores del Emperador francés en España: Entre ellos quizá el que más sensibilidades despertaba: el católico.

Se redactaba, más que con sentido común y pensando en la mayoría del sentir de la población española, con revancha y al dictado de los gritos de la calle que no eran todos los españoles, aunque sí los más ruidosos. Un elevado número de ciudadanos se refugió en su casa a la espera del desarrollo de los acontecimientos sin movilizarse en ningún sentido. El resultado no se hizo esperar.

Las discusiones fueron bruscas y pintorescas. Desde oír decir que todo el nudo religioso era: ¿Qué soy, de dónde vengo y adónde voy?, hasta la cita a la que recurre el presidente de las Cortes, con profética referencia, don Julián Besteiro: «Ya dijo el Kempis que la tarde alegre trae la triste mañana».

Al fin vía libre: El Estado español no tiene religión oficial (artículo 3 de la Constitución 1931).

Pero no era este el artículo de la controversia. Una Iglesia perseguida es la consecuencia que se extraía del artículo 26 y que provocó las dimisiones y enfrentamientos. De acuerdo con ese artículo todas las confesiones religiosas eran consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial. Se prohibían las ayudas económicas oficiales. Se disolvía la Compañía de Jesús por su voto de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado, siendo sus bienes nacionalizados. El resto de órdenes religiosas se someterían a una legislación especial y se disolverían las que fuesen un peligro para la seguridad del Estado, prohibición de la enseñanza y toda una serie de medidas que las dejaba sin poder ejercer su labor tradicional. Era el camino a su desaparición.

Aprobado el artículo 26 con él llegó la crisis. ¿Deseada por Azaña? Niceto Alcalá Zamora, presidente del Gobierno provisional, dimite y con él Miguel Maura, ministro de la Gobernación.

No era difícil adivinar quién sería su sucesor: Azaña.

La crisis no estaba cerrada, solo daba comienzo perseguida por tres icebergs: la forma de Estado, los regionalismos, hacia la independencia, catalán y vasco, y sobre todo y, entonces por encima de todos, la Iglesia Católica.

General de División (R.) Rafael Dávila Álvarez

14 abril 2024

Blog: generaldavila.com

General (R.) Rafael Dávila Álvarez. Escritor: «La guerra civil en el norte». «El nuevo arte de la guerra». «La II guerra civil de Franco». Editorial La esfera de los libros.

3 pensamientos en “HOY ES 14 DE ABRIL. LA REPÚBLICA QUE VUELVE Del Libro: Guerra civil en el norte. General Dávila (R.)

  1. Mi respetado y muy querido GENERAL,

    MAGISTRAL»HOY ES 14 DE ABRIL ,LA REPUBLICA QUE VUELVE».

    Seré muy breve:

    a) LA REPUBLICA LA TRAJERONLOS MONARQUICOS Y DESPUÉS, LA PERDIERON LOS REPUBLICANOS.

    b) LA MARCHA DE S.MEL REY ALFONSO XIII , sin genero de dudas fue un problema de LEGALIDAD, convertido en otro de LEGITIMIDAD.

    c) Aún, las tres crisis que azotan a la PIEL DE TORO siguen siendo:

    • LA FORMA DE ESTADO
    • LAS REGIONALIDADES Y
    • LAS PSEUDO-PRESIONES RELIGIOSAS EN CIERTOS AVATARES POLITICOS.

    ENHORABUENA Y GRACIAS MI GENERAL

    Ala orden de V.E

    VIVA EL REY

    VIVA LA LEGIÓN CON SU CARNERITO TITAN

    VIVA Y ARRIBA ESPAÑA

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  2. Buenos días, mi general y lectores/»comentadores».

    La República, deseada por todos después de la patética Restauracion/Corrupción, acabó despreciada por sus excesos. ¿Hemos aprendido? Nooo. Seguimos igual: Separatismo, Partitocracia, Enfrentamiento social…

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  3. A las órdenes de V. E., mi General.

    Extraordinario repaso de la historia del episodio más terrible y confuso. No hemos aprendido de aquellos errores y estamos en corta final para un aterrizaje sin tren fuera de pista, con los mismos fantasmas del pasado reencarnados en quienes nos manipulan y ya se hicieron con los poderes, como tripulantes de la aeronave con múltiples averías, incluido fuego a bordo, y los pasajeros atrapados gritando un imposible «sálvese quien pueda». Solo faltan segundos para el desastre.

    Como este avión ya está fuera de espacio aéreo controlado, que ha abandonado secuestrado por su propio comandante, lo único que se le puede proporcionar es información, tan escueta y ambigua como la frase «No hay tráfico notificado y aparentemente no se observan más obstáculos que los naturales del terreno». Lo cual es no decir nada salvo descargar toda la responsabilidad de lo que ocurra en el piloto, mientras uno, impotente, se lava las manos.

    ¡¡¡Viva España!!!

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