NO DECIR NI MUUUU Rafael Dávila Álvarez. General de División (R.)

Mi amigo y admirado Alfonso Ussía Muñoz-Seca, Cabo Primero de nuestro glorioso Ejército; General y Almirante, o sea Capitán General de las Letras, publicó una antológica columna en el El Debate que titulaba Romance de Sindicatos. Desde entonces ando preocupado porque siempre he dicho que el Cielo debe ser algo así como la una del mediodía sentado a la orilla del mar, cualquier mar, con un vino blanco muy frío, cualquier vino blanco, y unos camarones bien hervidos, que me da lo mismo unas gambas o algo así fácil y muy marinero. Sobre todo solo, sin asociacionismo, ni fábulas junto a los oídos más allá del graznido lejano de las gaviotas, solo. Mejor que acompañado, ni bien ni mal. Solo o en silencio acompañado. Si no, no hay Cielo. La compañía después. Que siempre aparece el sindicato de gorriones

Habla Alfonso de la preocupación de los mariscos ante la avalancha que se les viene encima después de quedar bien untados los sindicatos, no precisamente el de gorriones, sino más bien el de gorrones.

Se nos acaba el cielo a los solitarios.

Ni estrujar las uvas (¡pobres uvas! ¡to pa ellos!), y camarones, gambas o centollos mejor que se sindiquen y pierdan sabor o será su final.

Tengo otro amigo, tan solitario que me dice que vive en las nubes, en permanencia con el cielo, porque están los nublados más tiempo en su casa que en ningún otro sitio, que él vive con ellas que se le cuelan en casa todo el invierno y parte del verano. El azul del cielo es un rato necesario, pero no imprescindible en su paisaje. Vive en las alturas de nubes, en Los Ancares con sus vacas, rubias casi todas. Para mí que son todas iguales, pero él las pone nombre, las conoce y viceversa, como un sindicato. Estabulados están en las alturas de los montes desconocidos por los liberados.

Por allí murió el último de los maquis, por llamarlo de alguna manera, ya que era uno que se tiró al monte y vivía de eso, sindicado con los otros. Hasta que le prendió fuego al cura de la zona y nadie se lo perdonó. Cuando cayó en la trampa que le tendieron, comía chorizo, de cerdo; no creo que fuese de berzas.

A mí, que se me acaba el chuletón, y los callos con garbanzos, o la cachucha, me entra la tristeza de ver a mi amigo despedirse de sus vacas y abrir los campos a las coles y grelos que echarán de menos al lacón.

No volveré a leer la Ilíada ni se me ocurrirá abrir la Odisea. ¡Aquellos bárbaros griegos!

Volveremos a los tiempos del sustanciero del que nos hablaba Julio Camba en su artículo tan recurrido El alma del roquefort. El oficio de sustanciero consistía en ir pregonando de casa en casa el hueso de un jamón que se alquilaba por ratos para darle cierto sabor (sustancia) al agua caliente que serviría de sopa en el almuerzo.

Algunos hemos comido sapos y culebras, y están muy buenas cuando se tiene hambre que no son ganas de comer, sino debilidad. Esa a la que nos conducen como única forma de pensar y sentir bajo la férrea mano de unos iluminados que manipulan hasta los alimentos: «Hambre y sed de justicia».

Se nos comen los mariscos, la carne la devoran los demonios, se impone el hambre ideológica, porque quedamos para ser solo carne, pero de cañón.

El cataollas daba consejos y en todas las cocinas tenía entrada libre para catar los guisos, pero jamás entraba en faena. Era un archivo de sabiduría en el que hasta en las arrugas de la cara llevaba escritas las recetas.

El chivo de la Legión también lo era. Pronto quedará vacante su puesto y la mascota será un manojo de lechugas, Se perderá una tradición y el archivo que custodia. Porque toda la vida legionaria, pero toda, incluso ahora, que ya no se sabe si es o no, está en el chivo.

Después de que el secretario había despachado los papeles con el Capitán, se los entregaba a un viejo legionario, muy hecho en batallas de oficios y balas, y le decía

—«Toma esto parchivo».

Como no se lo escribían, sino al oído, entendía que el papel ya no servía y era para el chivo, para que se lo comiese, y este que estaba cerca, pegado a la mesa de la oficinilla, solo tenía que abrir la boca y masticar despacito el oficio, orden o contraorden. Así funcionaba aquello: a golpe de chivo.

—¡Par chivo!

En la Legión los chivos que se chivan ni desfilan ni pasan de los seis meses antes de que se conviertan en chuletas.

Ahora las lechugas perderán el paso y no dirán ni mu. Serán verdes, eso sí, pero ajustadas a la «Policía del Pensamiento».

De eso se trata. De ir con el paso cambiado y pasar hambre y sed. De justicia.

No decir ni mu. Silencio obligado.

Mi Primero, mi General, solos mejor que mal acompañados. ¡A las mariscadas!

Rafael Dávila Álvarez. General de División (R.)

19 enero 2022

Blog: generaldavila.com