Me encuentro en La Coruña, ciudad de mis preferencias; aunque no sea la natal, si lo es de mis mayores por la línea paterna; aquí yo cursé el bachillerato y dicen los sociólogos que esa etapa es determinante para el sentimiento de la procedencia de uno; a lo largo de mi vida profesional poco tiempo he estado destinado aquí, sólo un par de veces con ocasión de ascenso y por poco tiempo, más bien como «parada y fonda» con vistas a otro destino. El caso es que la ciudad me gusta, me muevo por ella saboreando recuerdos y con ellos a personas que ya no están entre nosotros, y me parece que yo casi tampoco debo estar porque ya nadie – o casi, para no ser tajante, – me conoce directamente, por lo que en ese punto me siento extraño o forastero, pero si se producen algunos saludos de personas que me relacionan con mi hija neocoruñesa y su «tribu»; o sea, que soy un muerto viviente pero no muerto del todo: vivo y soy
reconocido a través de mis descendientes; el Ministerio de Hacienda preferiría el «difuntiño» total por eso de la pensión pero que se fastidie ya que me paga menos de lo que me asignó el Boletín Oficial, merced a esa tremenda injusticia llamada «Pensión Máxima» que iguala a todo quisqui pero a unos la merma es mayor que a otros, con el resultado de que preparación, estudios, , esfuerzos, entrega, sacrificios, diplomas, cursos, años de servicio, cotización, etc., son humo y lo que cuenta al final es esa pensión máxima para todos igual; un filosofo, creo que fue Ortega, dijo algo así: «tan injusto es que seamos desiguales en lo que tenemos que ser iguales como seamos iguales en lo que tenemos que ser desiguales»; lo cual me lleva a elucubrar si la misma regla se aplica a los señores políticos.
Me disculpo por esta divagación más o menos sentimental y entro en la idea inicial que me impulsó a pensar en lo del callejero y escribir algo sobre ello.
El punto de partida está en los paseos y en otros movimientos que hago , por esta ciudad, observado que, como en todas, los callejeros han sufrido el barrido de la memoria histérica y han eliminado a todos los militares que figuraban en las placas; bueno, no todos porque se ha salvado el capitán Troncoso; se podía esperar un patinazo municipal al estilo de la alcaldesa que hizo fascista un almirante que dejó este mundo antes de que naciera ese movimiento político; pero no, debe haber un asesor histórico en el Ayuntamiento que advirtió que Troncoso no era franquista ni enemigo del pueblo: si era un militar que arribó como pudo a La Coruña tras el fracaso de la Armada Invencible; debió suponer que los ingleses lanzarían sobre España una Contra-Armada aprovechando la debilidad consecuencia de las graves pérdidas sufridas por la Invencible y además el ansia de siempre de hacerse con un puerto en el norte de la Península Ibérica, de modo que impulsó la defensa con la construcción de fortalezas y baterías en la bahía para defender el puerto, como también una muralla frente al mar; y se produjo el ataque previsto por el capitán Troncoso pero la ciudad rechazó al atacante y en ese combate una mujer, conocida como María Pita, entró en la Historia con paso firme y olor a pólvora.
Me ha sorprendido la eliminación del cabo Santiago Gómez de la importante vía que llevaba su nombre. Un individuo de tropa, a mi modo de ver y -considerando además que por algo se rinde homenaje al «soldado desconocido» cuya tumba está rebosante de héroes – , enriquece un callejero plagado de capitanes, coroneles y generales; encima, encaja con el populismo imperante en la casta política ahora en el poder que seguramente considerarán al soldado o marinero de reemplazo como ciudadano forzado a vestir un uniforme y emplear armas en beneficio de la oligarquía en el poder; no sé como tomarán que en estos momentos está volviendo a implantarse el servicio militar de diversas formas en países muy democráticos, principalmente nórdicos.
A esta eliminación de personajes pertenecientes a la milicia, se agrega una variante: limitar la supresión al empleo militar; supongo que habrá más casos pero solo expondré los dos que conozco. Al comandante Franco, hermano de quien todo el mundo sabe, lo cambiaron a «Aviador Franco» en no sé qué población; cierto que era aviador, no le podrían poner bombero ni escultor, pero de lo que se trata es de que ni «huela» a militar. El otro caso que aporto encima es risible, aún más con la incultura histórica, y demás disciplinas tan general hoy, pero aquí lo está el hecho: un colegio o instituto de alguna población andaluza lucia el nombre de «Gran Capitán» que fue cambiado por «Gonzalo Fernández de Córdoba», y se quedaron tan contentos; y seguramente los poco instruidos alumnos no sabrían quien era uno ni otro.
Es curioso que esta tirria no quede en los militares franquistas o posibles pretendientes a serlo como el Gran Capitán o el antes mencionado almirante. Parecería lógico que los ideológicamente afines al bando perdedor de la guerra civil, aprovechara la oportunidad de alcanzar el poder político en varias ocasiones para dedicar placas a sus militares y a sus héroes – que sin duda los habría – pero no: ni generales de reconocida categoría como Rojo o Miaja, por citar algunos, ni de los no procedentes de la carrera militar como «El Campesino»o Líster merecieron ese honor.
Otro aspecto curioso de esta cuestión es que por parte de la izquierda más radical se otorgan rangos militares a quienes no lo han sido de profesión ni de formación, salvo el venezolano Chaves; ahí están el comandante Castro, el comandante «Che» Guevara, el subcomandante Marcos…; alguno de ellos en alguna población han sido dignos, según sus munícipes, de figurar en el callejero local.
Pues como los callejeros los hacen los políticos, la deducción es que a los políticos no les gustan los militares; a todos los políticos, sea cual sea su postura ideológica, salvo cuando necesitan recurrir a ellos por alguna razón; se exceptúan normalmente familiares y amistades acrisoladas. A modo de ejemplo recordaré la diablura que le hizo un micrófono abierto al Sr. Rajoy, Presidente del Gobierno en aquel momento, cuando este soltó aquello de «vamos a ver el coñazo del desfile»; podía haber justificado su ausencia alegando una terrible tromboflebitis hemorroidal, por ejemplo. Los militares agradecimos su sinceridad ya que no abundan los políticos sinceros.
Tras lo expuesto, se deduce que el título de esta reflexión debería ser «A los políticos no les gustan los militares». Como me pareció algo fuerte, empecé con los callejeros para llegar razonadamente a esta conclusión sin escandalizar a los pequeñuelos con una entrada tan contundente; pero la recíproca es cierta con las excepciones antedichas: lamentable.
Enrique López-Sors Vergara, Coronel de Infantería (R), Diplomado de Estado Mayor
Licenciado en Geografía e Historia.
Blog: generaldavila.com
23 julio 2020
