DE CARTAGENA A MARSELLA. EL DESTIERRO
Jesús Juan Garcés, Oficial de la marina de guerra, licenciado en Derecho y perteneciente al Cuerpo Jurídico de la Armada, nos dio la oportunidad de conocer en detalle cómo fueron aquellas últimas horas de la monarquía y el viaje de Don Alfonso al destierro. Lo hace a través del relato del Almirante José Rivera y Álvarez de Canero, ministro de Marina en aquellos momentos, y que acompañó al Rey en su viaje hasta Marsella. Lo publicó en La Gaceta Ilustrada n. º 444 de 10 abril 1965.
Tentado he estado en honor a la brevedad y espacio literario resumir este importante testimonio, pero no me he atrevido a cambiar ni una coma de lo escrito por el almirante, documento oficial depositado en el Museo Naval.
Es un relato exacto no solo del viaje, sino del ambiente oscuro de aquellos momentos en el que se traslucen las relaciones del Rey con el ministro de Marina y los que le acompañan, entre el deber y el sentimiento, que nos permiten deducir lo que ocurría por muchos corazones de tantos militares y españoles. Descripción breve, declaración militar del servicio prestado, en la que el almirante no puede evitar traslucir la frialdad del viaje al exilio.
«Manuscrito 1.306: “El domingo 12 de abril fueron las elecciones municipales y el lunes 13 conocí por el Ministro de la Gobernación, que me habló por teléfono, el desastroso resultado de las mismas. Hablé también con Aznar (Capitán General de la Armada, Presidente del Consejo de Ministros) y me dijo que a las cuatro tendríamos Consejo. Nos reunimos a esa hora y tomó la palabra Romanones, quien desde luego opinó que la única solución era que el Rey se marchase y desde luego que el Gobierno debía presentar la dimisión y aconsejar lo ya dicho. Pensé que esto era ya cosa conocida por el Rey, dadas sus relaciones íntimas con Romanones, ya que este era quien llevaba la política del gobierno y más aún porque ya traía una cuartilla escrita con su opinión.
Aunque la cosa era muy fuerte, todos comprendimos que no había otra solución, pues ni el Rey quería seguir ni el Ministro de la Guerra contaba con el Ejército, según expresó claramente repetidas veces. Cierva fue el único que opinó enérgica y decididamente en contra. Yo me limité a repetir lo que había dicho en la primera reunión de Gobierno: Que mi papel era sostener la disciplina de la Marina, pero veía claramente que sin contar con el Ejército y la Guardia Civil, y siendo la voluntad del Rey no batallar, era inútil todo esfuerzo. En vista de esta larga y penosa discusión, el Presidente fue a dar cuenta al Rey y presentar la dimisión del Gobierno, que continuaría en su puesto hasta la resolución definitiva.
El día 14 recibí aviso telefónico de que a las 12 estuviera en Palacio, y poco más tarde me llamó el Almirante Aznar y convinimos en alistar un Crucero. Supuse para lo que era y di las órdenes al Almirante de la Escuadra. A las 12 estaba en Palacio y allí me enteré de que el Rey estaba conferenciando con García Prieto y Romanones y quería oír a todos los ministros. El cariz de Palacio era alarmante, pero la poca gente que había en la Cámara aún conservaba esperanzas; salieron los arriba mencionados y entramos Berenguer, Maura y yo. Tomó la palabra el Rey y expresó su resolución de ausentarse de España en vista de las circunstancias, pues aunque no le faltaba valor para jugarse la vida y estaba seguro de contar con fuerzas suficientes para resistir, no quería que por su causa se derramara sangre. Maura le dijo que le parecía bien su resolución y que no pasaría un mes sin que hubiera una reacción. Berenguer callaba e insinuaba su desconfianza en el Ejército y yo dije que confiaba en la actitud de la Marina y que no opinaba como Maura. Después entró La Cierva con otros dos ministros. No sé, pero me lo imagino, lo que el primero diría al Rey. Volví al ministerio y, después de comer, a mi despacho, donde recibí otro aviso de que a las cuatro y media había Consejo en Palacio. Ya se veía la revolución y en el edificio de correos ondeaba la bandera roja y por las ventanas los empleados asomaban banderitas. Fuimos a Palacio encontrando mucha animación en las calles de gente del pueblo.
Durante el Consejo se repitió lo de por la mañana. El Rey no vacilaba en su decisión de marcharse para evitar sangre, pero estaba tranquilo. Cierva insistió en su idea de probar a resistir y discutió con alguna viveza contra Berenguer, García Prieto y Romanones. Hubo el detalle de que entró el Ayudante de servicio y entregó a Romanones un escrito de Alcalá Zamora, al parecer conminatorio, pues era ya tarde y se acercaba lo noche. Al poco rato, y siendo inútil la discusión, nos levantamos y fuera del Consejo, ya junto a la ventana, el Rey hizo la exclamación:
—Esta casa en que nací y que quizá no volveré a ver…
La primera parte es seguro, la última algo parecida. Se habló de que Cartagena había ya preparado un Crucero y Hoyos se ofreció al Rey para acompañarle a dicho punto, pero todos dijeron que el ministro de la Gobernación no debía ausentarse, y Romanones dijo que fuera yo quien le acompañase, a lo que me presté, desde luego. Durante el Consejo se había convenido que el Gobierno continuaría hasta las diez de la mañana del día 15, en el que el Presidente haría entrega a Alcalá Zamora.
Quedo con el Rey en recogerlo a las 9 y yo le llevaría en mi coche de uniforme. El Rey se despidió y abrazó a los demás y los Ministros nos reunimos para nada, pues ya no había nada que hacer. Yo me marché pues eran las siete y media y tenía que preparar mi viaje. Ya me costó llegar al ministerio y tuve que hacerlo por las calles extraviadas y aún por estas había gente y gran animación, viéndose muchas banderitas republicanas. Llegué al ministerio y conversé con el Jefe de Estado Mayor, Almirante Cervera. A quien entregué mis papeles y le dije advirtiera al Capitán General de Cartagena mi salida para aquella plaza con el Rey y que tuviera abierta la puerta del arsenal y todo dispuesto para embarcarse inmediatamente en el Crucero que estaría listo. También mandé alistar otro Crucero que no hizo falta. Al poco de entrar en el ministerio recibí otro aviso de Palacio para que fuera a las ocho y media en vez de a las nueve, lo cual era difícil por detalles de preparación inexcusables y entre ellos porque el coche no estaba convenientemente preparado y el chófer de confianza, Requeijo, que conocía muy bien el camino y coche, se había marchado a la calle. Por fin llegó el chófer y pude salir minutos después de las ocho y media, después de abarrotar de gasolina para no tener necesidad de parar hasta Albacete, Ya estaba Madrid intransitable por las calles del centro y me fui por Génova, que tardé bastante en pasar por las aglomeraciones de gente, coches y carros con mujeres con trajes fantásticos y promoviendo gran algazara. Salí del atasco y tomé por las Rondas, donde tampoco faltaba animación, y por fin llegué a Palacio, al que atraqué a la puerta del Príncipe que estaba imponente y dejé allí el coche con mi Ayudante, atravesando yo a pie aquella multitud que me dejó pasar a pesar de ir de uniforme. Llegué al ascensor y no había nadie. Subí la escalera y salí a la galería donde solo había un alabardero a la entrada del primer pasillo. Entré en la saleta y allí me esperaba el Ayudante Moreu, con orden de conducirme a las habitaciones particulares de la familia Real, que yo desconocía, y me dijo que el Rey me esperaba con impaciencia.
Acompañado de Moreu pasé a un salón donde de pie y rodeada de varias señoras estaba la Reina, a quién saludé, así como a los Infantes Don Jaime y Don Gonzalo. Entramos en un pasillo y a poco encontré al Rey con sombrero puesto y me dijo:
—Vamos, don José.
Me puse a su lado, y al salir de nuevo a otro salón grande, apareció rápidamente multitud de servidores que cariñosamente le rodearon y dijeron que volviese pronto, al propio tiempo que le daban vivas. Acompañaba también al Rey el Jefe de la Casa Militar y Ayudantes de servicio y otras personas de Palacio.
Bajamos en un ascensor y en él dije algunas palabras al Rey que estaba con la preocupación natural, a las que no me contestó. Bajamos por una escalera oscura y salimos afuera por la puerta secreta del Campo del Moro. Como no me habían dicho nada y mi auto quedaba en la del Príncipe, lo mandé a buscar por medio de Moreu, y a poco estuvo allí. El Rey me dijo que él iría delante con el Infante Don Alfonso y que fuese yo con el Duque de Miranda detrás. Venía también mi Ayudante Feros. La oscuridad era grande y allí no había más que autos y un montón de gentes que inoportunamente daban vivas al Rey. A eso de las 9 salimos. El rey delante, yo detrás y después no sé en qué coche irían, pues, como digo, la oscuridad era grande. Salimos de Madrid sin novedad y yo creo que sin ser advertidos, y ya, camino de Aranjuez, nos enteramos, al menos yo, de que nos escoltaba un coche de la Guardia Civil, con un Sargento y cuatro guardias. Pasamos por Aranjuez y otros pueblos, en todos los cuales había mucha gente en la calle principal (la carretera) y en todos chillaba la gente, pero sin hacer otras demostraciones. Algo debían saber, pues siendo día de trabajo y a horas desusadas, es raro que estuviesen en la calle y en tan gran número. La primera parada la hicimos en pleno campo y pasado Aranjuez. Bajamos todos y nos reunimos con el Rey, Miranda y yo, también el Infante, que nunca se separaba de él. El Rey me dijo
— ¿Quién me ha empaquetado a mí para Cartagena? ¿Tú?
Y yo le contesté que sí, que el Gobierno.
— ¿A dónde vamos después?
—Ya se lo diré a S.M. y al oído: Marsella.
Pude observar que venían en la expedición tres ayudantes del Rey, Uzquiano, Alonso y Gallarza, vestidos de paisano, y, quizás otras personas que en la oscuridad de la noche no pude distinguir. A los pocos momentos volvimos a los coches y continuamos el camino como antes a gran velocidad, y continuó el mismo espectáculo al pasar por los pueblos. A eso de las 12 hicimos otra parada y vinieron a decirme que el Rey iba a cenar, y como la noche estaba fría, ni Miranda ni yo bajamos del coche (ninguno de los dos había cenado, ni cenamos aquella noche).
Volvimos a parar por tercera vez y el Rey me dijo que procurara no pasar por las calles de Albacete y que fuese yo delante, pues él no conocía bien el camino. Así lo hicimos, aunque del todo no era posible, pero como era ya la una de la madrugada, no había nadie en las calles que atravesábamos. Volvimos a parar a eso de las dos para dar gasolina al auto del Rey.
Al llegar a Murcia tampoco encontramos gente en las calles, pero dio la casualidad de que al llegar al paso a nivel de la línea férrea, lo cerraron por estar un tren maniobrando. Estuvimos parados unos siete u ocho minutos y se acercaron a prudente distancia cinco hombres, que quedaron parados y observando, pero al poco rato saludaron quitándose los sombreros y lo volvieron a hacer al abrir el paso y continuar nuestro viaje. ¿Quiénes serían? ¿Policías, periodistas? No sé. De Murcia a Cartagena sin novedad y a más de cien kilómetro entramos por la calle Real, y al enfocar la puerta del Arsenal, la encontramos abierta como yo había ordenado, pero con numeroso público que, contenido por la guardia (pues no se le dejó entrar como deseaba), prorrumpió en gritos y vivas a la República. Entramos hasta el muelle de la Machina, donde encontramos a la marinería correctamente formada y me parece que armada, y un grupo grande de Jefes y Oficiales que rodeó al Rey. Me puse a su lado y pregunté por los generales, quienes llegaron al momento, pues estaban a nuestra entrada esperando a la puerta del Arsenal. Tan pronto llegaron Cervera y Magaz y saludaron, invité al Rey a que embarcara en el bote dispuesto al efecto, y una vez embarcados nos fuimos al buque Príncipe Alfonso, que nos esperaba a pique del ancla. Al abrir el bote del Arsenal, el Almirante Cervera, Jefe del mismo, dio siete vivas al Rey, y este contestó con un:
— ¡Viva España!
A bordo venía el Almirante Magaz y el Jefe de Estado Mayor, López Tomasete, el Gobernador Militar, general Zuvillaga y otros jefes y oficiales. Atracamos y subimos al Príncipe en cuya cubierta esperaba el Almirante Montagut, Jefe de la Escuadra y el de la División de Cruceros, Salas, así como el Comandante y oficiales del buque y otros de la Escuadra. Tanto en el bote como a bordo, el Rey saludó y habló afablemente con todos. Tan pronto estuvieron a bordo los maletines del equipaje, le dije al Rey que despidiese a todos para marcharnos, extrañado y agradeciéndome que yo continuara a bordo acompañándole. Una vez fuera los que no eran del buque, di orden al Comandante Fernández Piña de salir a la mar. Lo que verificamos, estando fuera de malecones a las cinco y media. Por deseo del Rey subimos al puente alto, donde permanecimos durante la salida, pues me dijo que «quería ver España por última vez». Me preguntó dónde íbamos y le dije que a Marsella, indicándome él que le parecía mejor Tolón, pues Marsella era puerto de mucho movimiento, pero yo le convencí de que era mejor Marsella y que llegaríamos al amanecer, entre dos luces. Una vez en la mar nos fuimos a acostar, pues ya era hora (y yo sin cenar). Al Comandante le di instrucciones para la recalada a Marsella, etcétera.
Día 15.- A las 10 me levanté y subí al puente, donde estuve un rato con el Comandante. A mi paso por cubierta, tanto al ir como al volver a la Cámara, pude observar la corrección de las clases y marinería por su actitud correcta y disciplinada. Al llegar a bordo la noche anterior observé, una persona que, con el Duque de Miranda y el Ayuda de Cámara, formaba su séquito. Al Infante lo alojé en el camarote del Jefe de Estado Mayor. El Duque en el del Ayudante y yo en el del Comandante, como más próximo al Rey que iba en el del Almirante. Dije al Comandante que mientras estuviese el Rey a bordo se le tratara como tal, y por tanto que él invitaría a la mesa, como así lo hizo después de hablar yo con Miranda. Almorzamos a la una y fuimos invitados, así como a la comida de la tarde, el Comandante, un Jefe y un Oficial y los cuatro que veníamos con el Rey. Este se mostró siempre sereno, si bien en la conversación divagaba algo (no es extraño). Hablaba de su porvenir y de cosas de barcos, dirigiéndose especialmente a los invitados del buque. El Infante también habló de su porvenir. El Rey pidió al Comandante una bandera del buque como recuerdo, y al disculparse este diciendo «que estaban a cargo», intervine yo para que le diera una del bote, como así se hizo. Al llegar se supo por radio que había tenido lugar la proclamación de la República y poco después recibió el Comandante orden del Almirante de la Escuadra para que, después de desembarcar el Rey, se izase la bandera republicana, haciéndosele los honores de ordenanza. De todo me daba cuenta el Comandante, y de esto al Rey, quien me preguntó «cuando se izaría», y yo le dije que cuando se fuera y saliéramos de guas jurisdiccionales francesas.
Nada que yo sepa ocurrió durante el día de la cena. Ya de noche se recibió radio de Gibraltar en que el Infante Don Juan preguntaba qué hacía y el Rey quiso que se le contase «que fuere a París aprovechando el primer paquete» que saliera para Génova o Marsella, pero esta comunicación no se puso. También quiso se telegrafiase al Embajador de París, de lo que le disuadí. Hasta las once de la noche estuvimos en conversación en el sofá de la Cámara hablando, como es natural, de su situación, la que no veía clara, y a cuyas preguntas me era difícil contestar, pues se sentía optimista, y yo no lo era. Por fin me despedí de él, pues íbamos a recalar al amanecer y nos convenía descansar. Me pidió que al volver a España publicara en la prensa monárquica dos manifiestos, despidiéndose del Ejército y la Marina, que me entregó escritos a máquina y que acepté, aunque diciéndole me parecía no los querrían publicar, como así sucedió. Antes de acostarme, hablé largo rato con el Duque de Miranda y con el Comandante aparte, a quien di mi opinión sobre la despedida al Rey en la mañana siguiente y que aceptó. También el rey me preguntó «cómo se le despediría» y le aseguré que interiormente con todos los honores. Recalamos entre dos luces y algo neblinoso, y a las cinco y media de la mañana fondeamos a unos quinientos metros, entre dos farolas. Momentos antes de desembarcar hablé con el Rey, que dudaba en la forma de despedirse, pues me preguntó, «si debía hablar o no». Yo le aconsejé que no hablase, y se despidió uno a uno de los Oficiales y Jefes. Así lo hizo, dándoles la mano sin pronunciar palabra. La gente, cumpliendo mi orden al Comandante, se hallaba correctamente formada en sus puestos de babor y estribor de guardia; esta frente al portalón y los Oficiales en línea a continuación. Presentó armas la guardia y al salir por el pantalón rompió marcha la corneta, y no cesó hasta que el propio Rey desde el bote, mandó parar. Al despedirse de mí le dije de acompañarlo hasta dejarlo en el muelle, lo que le extrañó y agradeció. En el bote embarcamos únicamente el rey, Duque de Miranda, Infante, el criado, mi Ayudante y yo. El Rey, a popa, mandó:
—Abre
Y al decirle yo «mire Señor, que correctamente están», rompió a llorar y metiéndose debajo de la cámara, me dijo:
—Dispense, Don José, no lo he podido evitar.
Desembarcamos en el muelle más próximo saltando por un remolcador que estaba atracado a la escala. Eran las seis menos cinco. No había en el muelle más que cuatro o cinco hombres pertenecientes, al parecer, al remolcador. El Infante les preguntó si no había cerca coches, y el individuo silbó para avisar. Se extrañaron al verme por mi actitud con el Rey e ir de uniforme mi Ayudante y yo. El Rey me abrazó y dijo me marchase, dándome las gracias por todo. Le dije que esperaría a que desembarcaran los maletines que venían en otro bote, y cuando aquellos estuvieron sobre el muelle y la gente embarcada, me despedí, volviendo a abrazarnos al ayudante y a mí. En el momento de embarcar, ya llegaba un taxi verde oscuro con faja blanca, donde embarcamos el equipaje, y el Rey permaneció de pie en el muelle mientras salíamos de los botes. Ya un poco lejos del muelle le vi retirase.
En cuanto llegamos a bordo me recibieron haciéndome honores; le dije al Comandante colgase los botes y zarpase en seguida para Cartagena y que al salir de las aguas jurisdiccionales francesas se izase la bandera tricolor, haciéndose los honores correspondientes. La salida fue inmediata, pues estábamos con el ancla a pique y, a las ocho y cuarto, vi el primer cañonazo; seguramente estábamos fuera de las aguas jurisdiccionales francesas.
Refrescó el norte, haciéndose frescachón y arbolando bastante mar, llamándose luego al norte, tan pronto salimos de la influencia del golfo a eso de las tres de la tarde.
Se recibió orden de retirar retratos de la familia Real y símbolos de la Monarquía. A las siete treinta de la mañana fondeábamos en Cartagena, tomando el expreso para Madrid. Después de lo escrito anteriormente me enteré de que se fantaseaba sobre supuestas incorrecciones cometidas a bordo durante el viaje a Marsella. Todo eso es falso, pues ni yo me di cuenta, ni ninguno de a los que después pregunté. Todos a bordo estuvieron correctísimos y el Rey fue tratado como tal hasta el último momento. El incidente de la petición de una bandera ya lo he relatado y respecto a que vio cortar el estandarte para hacer la nueva bandera, me extraña, pues yo no lo vi. Esa faena, caso de que tuviera lugar, se hace a popa. Ha sido que el Ayudante de Cámara de Su Majestad lo vio y contó; lo ignoro.
El diecinueve de febrero juré el cargo de ministro por segunda vez. El doce de abril fueron las elecciones Municipales y en vista del resultado, el catorce a las nueve menos cuarto salimos de Palacio con el Rey, llegando a Cartagena a las cuatro y media, embarcando en el Príncipe Alfonso, fondeado en Marsella el dieciséis a las cinco y media de la mañana, desembarcando a las seis y cinco, dejando al rey en el muelle y saliendo para Cartagena, donde fondeamos el diecisiete a las ocho de la mañana. Al salir de las aguas jurisdiccionales de Marsella se izó la bandera republicana por orden del nuevo Gobierno. El veinte me presenté al ministro, a quien di cuenta de mi comisión y en seguida me retiré del despacho casi sin oírle. Y aquí termina mi vida oficial».
En ABC de 7 noviembre de 1973 se cita otro importante documento que viene a completar el ya expuesto. Se trata de la carta que el Comandante del Príncipe Alfonso remite a sus hermanos el día 18 de abril de 1931 contándoles las peripecias de aquel viaje. No modifica las declaraciones del Almirante, pero hay detalles que siguen siendo esclarecedores para adivinar el ambiente que se respiraba en aquellos históricos momentos. El capitán de Navío Manuel Fernández Piña, comandante del buque, pensaba que iban a Inglaterra y ya en la mar supo que debía poner rumbo a Marsella. No se permitió al Rey comunicarse con el exterior «como el pobre deseaba para saber de su familia; a esto no me atreví por temor a que se pescasen sus radios y me costase un disgusto con el Gobierno». Un mal trago, dice el Comandante del buque. No nos extraña; con el Rey se iba la monarquía embarcada sin razón ni más explicación que los inciertos datos de unas elecciones municipales y el Rey no era ningún alcalde elegible. Una grosera y triste despedida, inmerecida a todas luces.
Ni la bandera española que enarbolaba el buque “Príncipe Alfonso” se le entregó con la excusa de estar a cargo.
El buque Príncipe Alfonso, regresó a España siendo ya republicano. Adoptaría el nombre de Libertad y terminaría sus años de mar con el nombre de Galicia.
Cuando el buque se hacía a la mar con el rey a bordo se cruzó con un submarino de la clase B5 que regresaba a puerto. Se vio como arriaba la bandera tricolor e izaba la de España rindiendo los honores de ordenanza al cruzarse. El comandante del submarino se llamaba Luis Carrero Blanco.
Así se acabó la Corona. «Nos regalaron el poder», dice Miguel Maura, ministro de Gobernación».
Rafael Dávila Álvarez. General de División (R.)
Blog: generaldavila.com
Atentamente y con el debido respeto
Quienes no se emocionen con este relato NO es monárquico ni republicano. Y MUCHO MENOS ESPAÑOL.
España día 12 de abril de 2023
Ramón Lencero Nieto
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Y menos mal que el submarinista don Luis no sabía del esperpéntico error vexilológico que tenía la franja morada de aquella tricolor mal nacida (sin ánimo de incomodar), con la que se quería recordar a los comuneros de Castilla del XVI, sin saber que había decolorado en morado la bandera física o pendón (carmesí) que sirvió de referencia al abrileño comité revolucionario que encabezaba don Niceto tras el paso de cinco siglos.
Por cierto, otros lloran por la suya aunque les metiera en la modernidad, pero Castilla tuvo entonces su Nueva Planta y a nadie (o a casi nadie) le importa.
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Ahora el Poder NO se les regala, ahora se les deja contar los votos; buenos días, mi General, y todos,
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Mi respetado y muy querido GENERAL,
Sobre las 7:30 hice el comentario que, seguramente fue rechazado. En él expresaba que LAS LAGRIMAS DE S.M EL REY DON ALFONSO XIII DECIAN TODO.
Por suerte, EL BRIGADA HERNANDO DE CABALLERIZAS REALES Y SU ESPOSA DOÑA ANUNCIACIÓN eran amigos de la familia. A él fue arrastrado por caballos por todo Madrid en el 36 por el hecho de ser MONARQUICO Y ESTAR EN EL PALACIO REAL. Sus despojos aparecieron en Paracuellos.
DOÑA ANUNCIA, recuerdo que siendo chavales nos hablaba del EXILIO DEL REY.
También me refería a la ODISEA pasada por SS.MM en ROMA.
¡GRACIAS MI GENERAL!
Abrazos a todos y a la orden.
Acababa con una frase inmortal de GABRIELA MISTRAL:
«Los días más felices son aquellos que nos hacen sabios»
UNA DE LAS GRANDES CUALIDADES DE LA FAMILIA REAL ESPAÑOLA HA SIDO SIEMPRE LA PACIENCIA.
A la orden de V.E
VIVA EL REY
VIVA LA ARMADA ESPAÑOLA
VIVA Y ARRIBA ESPAÑA
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Con permiso de Vuecencia, mi General. Como dice D. Ramón Lencero, al leer este relato sobrecogedor, el que no se estremezca no es español, y si es español no es hombre. Gracias. !! Arriba España y viva La Legión !!. Julio de Felipe Jimeno
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A las órdenes de V.E., mi General.
Sesde niño me ha obsesionado cuál pudo ser el motivo íntimo de S. M. Alfonso XIII para decidir marcharse de España el primero, incluso pordelante y separado de la reina y los infantes.
Lo de para evitar que hubiera sangre «por su causa», habría que ser más que ingenuos para planteárselo. Más bien pesaría el recuerdo de lo que hicieron los bárbaros revolucionarios en Francia, o los bolcheviques en Rusia con rl Zar y toda su familia. Aquí ya había comenzado una guerra que nadie sabía lo que iba a durar, ni cómo terminaría.
¿Porque, qué fue, si no, el servirse de unas elecciones municipales para declarar la república, sino un acto y declaración de guerra?.
En cualquier caso, aquella odisea debió ser un trago extremadamente amargo.
¡¡¡Viva España!!!
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Me encanta el detalle de Carrero Blanco.
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