EL LIBRO DE LAS HORAS. Rafael Dávila Álvarez

Libro de las Horas de Juana de Castilla

En mi casa siempre hubo un reloj de pared que sonaba a las horas, a los cuartos y a las medias. ¿En qué casa no lo había? Ahora hay una cosa que le preguntas y contesta. ¿Google qué hora es? ¿Puedes ponerme El Silencio de Beethoven?, y cosas así.

A mi reloj le oía, pero nunca hablé con él. Creo que era él quien conmigo hablaba. Tengo ahora que pedirle disculpas porque jamás le hice caso durante el día. Alguna fugaz mirada por si era tarde o temprano, pero con la luz del día jamás presté atención a su sonido.

De noche era distinto. Recuerdo cada hora. Solía acostarme temprano y los primeros sonidos del reloj solo recuerdo que eran muy largos, cada vez más largos, las diez o las once, pero no acaparaban mi atención; jamás los conté. Alguna noche, más nervioso de lo habitual, algo habría ocurrido, llegué a contar las doce, pero no era lo normal. En Nochevieja recuerdo contarlos con uvas y aquella alegría de la que nunca entendí el porqué. Sigo así.

Cuando me despertaba en mitad de la noche esperaba a que el reloj sonara. Si era el sonido de los cuartos me sentaba mal porque tenía que esperar y podía faltar la media y otro cuarto hasta que diese la hora. Interminable en la noche. Como no había móviles ni cosas así, durante ese tiempo pensaba y pensaba, que era muy bueno, a veces regular, que me entraban los miedos, pero solían ser pasajeros y oyendo el ruidillo de ese silencio de cada casa, que en cada una es distinto, llegaba a dormirme enseguida.

Aquel reloj de casa nunca se paró. Claro que mi padre le daba cuerda de vez en cuando, pero es algo que pasó desapercibido para mí. Creía que el reloj era uno más de nosotros que funcionábamos así, sin cuerda.

Recuerdo especialmente algunas horas, las que sobrecogen, otras que encogen y alguna atemoriza.

Despertarme a una hora temprana, dos o tres de la madrugada, no lo recuerdo; las cuatro era una hora que temía por si no volvía a dormirme; me esperaría una eternidad hasta empezar el día ¿y qué iba a hacer tantas horas? Quizá dio comienzo mi particular libro de horas y el posterior encuentro con Rilke.

Las cinco las recuerdo con fiebre y mi madre dándome agua. Las seis el lento amanecer y las siete una dolorosa espera, entre dormido y no, para el comienzo. Cada hora tenía su explicación y la tiene.

Una noche en blanco no la recuerdo. Siempre estaban llenas de negro sobre blanco en mi especial papel, en mi cabeza, donde iba anotando.

Ahora las noches son más vulgares y cualquiera puede pasarla en blanco. Todo carece de misterio y habiendo más convivencia hay más soledad. Si es la hora de las cuatro y te despiertas, puedes ver la televisión, hurgar con el móvil, guasapear con alguno que está como tú, ver videos, cualquier cosa, pero nunca solo; pero por eso  hay más soledad.

Quizá hemos perdido el sentido de la hora. Todas son iguales y hacemos casi lo mismo a las tres que a las quince.

«Tu primera palabra fue Luz:

y el tiempo comenzó.

Tu segunda palabra fue el Hombre y el miedo se esparció

(todavía nos ensombrecemos ante su sonido)

antes de que tu rostro retomara su creación.

Y por ello temo tu tercera» (Rilke).

 

Puede que esa tercera sea haber olvidado las horas, lo que se escribía en ese libro de las horas y que «ahora» se ha convertido en imágenes.

Cuando me despertaba, escribía mis pensamientos en el libro de las horas, pero ya están escritos en la imagen que proyecta un televisor, un móvil, una pantalla. No es un libro, sino que quiere serlo todo.

Son la tercera -«por ello temo tu tercera»- esa imagen inalcanzable, ficticia, mentira. Puede que se llame destrucción del tiempo, en el que escribía en libertad; a esa hora.

«Las horas señalan el paso del tiempo. Alternativamente se suceden, en la experiencia del hombre, luz y tinieblas, seguridad y peligro, alegría y dolor, presencia del Dios invisible en la creación visible» (J. Pinell).

Rafael Dávila Álvarez 

Blog. generaldavila.com

1 mayo 2021