En su exhaustivo ensayo sobre la revolución rusa de 1905, titulado «Rußlands Übergang zur Scheindemokratie» o «La transición de Rusia a la democracia aparente“, Max Weber acuñó en 1917 el término “Scheindemokratie” para referirse a una «democracia aparente» o «pseudodemocracia». No es término que se utilice con frecuencia en nuestro tiempo y no hace mucho que surgió, también en Alemania, el de «Democratur» para aludir a esa anomalía que consiste en disfrazar determinados rasgos dictatoriales con ropajes aparentemente democráticos.
Hay muchas democracias aparentes en el mundo aunque, muy a mi pesar, creo que la española es una de las más vistosas. Tenemos un Congreso de los Diputados lisiado por una sobrerrepresentación nacionalista y un régimen electoral inane, un Senado que es caladero de estómagos agradecidos y un Tribunal Constitucional politizado que demora indefinidamente sentencias que deberían publicarse en pocas semanas. Además, disfrutamos de multitud de derechos garantizados –sólo semánticamente- por una flamante Constitución, de libertad de prensa y de los demás atributos de una democracia, pero carecemos de un elemento consustancial a ella como es la auténtica separación de poderes. Se cuidó de ello una clase política más democrática de boquilla que de convicción. Sin justicia despolitizada, independiente y ágil no puede hablarse de democracia real. Entre nosotros pasa hoy por estadista un expresidente del Gobierno que terminó su carrera política enfangado en un lodazal de corrupción generalizada y de crímenes de Estado después de permitir que su chusco vicepresidente decretara nada menos que la segunda muerte del pobre Montesquieu. Claro que aquí se permite al analfabeto cursar estudios universitarios, se dedican centenares de miles de euros a proyectos tan inexcusables como la celebración del Año Internacional de Pueblos Afrodescendientes o la conservación del patrimonio fotográfico de la República del Congo y se da por supuesta la existencia de una bolsa de empleo sumergido que ocupa al menos a tres millones de personas, lo que explica esa anestesia parcial que nos evita revueltas callejeras más temibles que las africanas.
El mayor obstáculo para que el reino de España sea una auténtica democracia es la ausencia de una verdadera separación de poderes, porque la celebración de elecciones no garantiza en modo alguno por sí sola la existencia de una genuina. Para colmo, una legislación procesal anacrónica y ultragarantista impide un requisito indispensable para su eficacia, a saber, su celeridad, porque sin ella se infligen daños irreparables a personas y bienes. Tanto en Inglaterra como en Noruega yo he visto a magistrados y tribunales dictar sentencias civiles y penales en menos de media hora. Para rematar lo anterior, la clase política española se prevale de la figura del aforamiento para desviar a las instancias judiciales más politizadas y, por tanto, más favorables el enjuiciamiento de sus actos, que nada tienen que ver a veces con la inmunidad parlamentaria y sí con la delincuencia común. Por otra parte, es frecuente leer en la prensa la detención y subsiguiente puesta en libertad de delincuentes multirreincidentes, una anomalía fácilmente corregible si la agravante correspondiente fuera progresiva, tal vez uno de los pocos aspectos en los que me sentiría identificado con el progresismo.
El segundo aspecto que impide que la democracia española sea auténtica es una legislación electoral que permite que el voto de algunos ciudadanos sea tres o cuatro veces más valioso que el de otros, aunque no sólo esa legislación vulnera el principio de igualdad ante la ley que consagra el artículo 14 de la constitución, sino que también la fiscal es fuente de desigualdades odiosas entre ciudadanos españoles en función del lugar de su lugar de residencia.
Por todo lo anterior y por otras razones, soy muy pesimista sobre el futuro de España: una tendencia demográfica alarmante de consecuencias económicas y sociales devastadoras, un diseño territorial lastrado por la deslealtad constitucional, una pluralidad de sistemas educativos ajenos a los principios de mérito y capacidad y una prensa «libre» enfeudada al mecanismo corrupto de las subvenciones pero, sobre todo, la ausencia de una clase política dispuesta a no garantizar más futuro que el suyo. Lo explicó Blas de Lezo: una nación no se pierde porque unos la ataquen, sino porque quienes la aman no la defienden.
Melitón Cardona (Embajador de España)
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