Eran los pilares. Rotundos y recios. Ahora sobrantes, desechos de tienta. Bravura no obliga, ni rezos ni leyes y los cañones disparan desde las rotativas. España «debelada, imploró en vano la misericordia del César». La infantería murió en las trincheras mientras dilataba la vida que «era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes».
Hubo que huir con los pocos que rezaban, algunos soldados fieles y sin más ley que el honor. Lo que sucedió después fue una enorme pesadilla que casi no recuerdo, pero sé que aquella huida no sirvió de nada.
Errantes sin encontrar, «Yo Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones…», me levanté y pude mendigar o robar mi primera detestada ración de carne de serpiente. Unos hombres se comían a otros y todas las puertas daban a una celda o a un pozo, mientras las escaleras morían sin llegar a ninguna parte. No eran valerosos ni, por tanto, felices. Tampoco hablaban y pensé que era por miedo a la libertad sin caer en la cuenta que era para que no los obligasen a trabajar.
Creían que sin religión, sin magistratura y sin ejército podrían vivir en el pensamiento, en la pura especulación.
Todo se construía sin pilares, por lo que aquel era un mundo dudoso siempre. Así que decidieron irse a morar en las cuevas. Construyeron laberintos para confundir a la gente y la enloquecieron al encontrarse cada día con los mismos interrogantes y nunca la solución.
Las iglesias no eran necesarias ante la inmortalidad, la magistratura fútil en la igualdad, y el ejército era palabra olvidada, «todos adoctrinados por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén».
Para terminar con tanta perfección que habían alcanzado nos transmitieron que «ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte», entonces fue cuando nos sentenciaron que «lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal».
Cuando regresamos nos encerraron en el Palacio de la Alegría y nos dijeron que allí solo quedaban «palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros» y que no hablásemos a nadie de nuestras horas y siglos. Aquello se había acabado y este era un mundo nuevo en el que fuimos, en breve seríamos Nadie y al fin seremos muertos.
Todo ya murió. Por tu culpa. Eso no nos lo dijo nunca nadie.
Como con ello se habían hundido los pilares recios y rotundos, fueron a vivir a las grietas que aún dejaba la ruina.
«Salomón dijo: no hay nada nuevo sobre la tierra. Así como Platón imaginó que todo conocimiento no es otra cosa que recuerdo, Salomón sentenció: que toda novedad no es otra cosa que olvido» (Sir Francis Bacon (1561-1626) Essays, LVIII, en El Inmortal de J.L.Borges).
Olvidada la religión, la justicia y la fuerza, ya no queda nada. Grietas si acaso. Olvido.
Solo nos queda «seguir jugando a no ser ciego, comprando libros, llenando la casa de libros» como una ventana que nos permita saltar por ella antes de ser relegados.
Rafael Dávila Álvarez
Blog: generaldavila.com
15 marzo 2021