Hoy cumple 91 años don José Jiménez Lozano. Sigue entre nosotros. Cada vez que canta el cuco o vuela la golondrina; oigo ladrar a un perro en el campo, en la lejanía, o miro el vuelo de los vencejos. Allí donde hay vida que viene o que se va, veo a don José.
Una primavera de azucenas en este mundo en el que «la verdad solo ha hecho su aparición como desgracia e irrisión».
Me recojo en la emoción con el prólogo que Enrique García-Máiquez hace en El Precio, una antología poética del maestro Jiménez Lozano.
Hoy, ayer y será mañana, todos los días son para estar al lado de esa poesía tan cotidiana que lee la verdad que nos acompaña, guste o no, la veamos o no.
En el repentino encuentro entre pocas y ordenadas palabras, engarzadas las letras, descubres tesoros y dices: ¡Velay!
La HIERBABUENA
Era una pequeña hierbabuena
que quería ser azucena, y penaba.
Sufrió mil años en las primaveras,
y quería extinguirse cada estío.
Justo se secó aquel año,
en que una pobre mujeruca enferma
buscó hierbabuena para su tisana,
y solo halló un matojo seco,
y azucenas.
Ya nadie escucha al cuco, que a lo mejor se ha quedado solo para los que buscan las hierbas buenas en las cunetas. Los que no supieron servir a dos señores y no sintieron el agobio del vestido ni de que comerán mañana.
¿Quieres que te lo cuente otra vez? ¡Si me entendieras!
Porque quien escribe que «En la alcoba, la ventanita tenía también su pañizuelo blanco para que no entrase frío y el sol del verano se matizase cuando por las mañanas era poderoso», no tiene que escribir nada más, porque es como aquello de «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme», o más lejos ¡Canta, diosas, la ira de Aquiles el de Peleo!
Los que se quedan con la añadidura, si es que se la dan, si hubiese algo por añadidura, que como dice Kierkegaard eso es para los afligidos y que ningún hombre es capaz de disuadirte de tu pena. «Así las cosas, lo mejor es buscarse otros maestros cuyo discurso no sea incomprensión, cuya animación no encierre ningún reproche, cuya mirada no juzgue, cuyo consuelo no exaspere en vez de calmar». Y nos dice con razón que toda incomprensión viene del hablar.
Es por lo que callo y leo al maestro Huidobro, porque como el lirio él no coteja su bienestar, o a lo mejor malestar, con la pobreza, o a lo mejor la riqueza, de ninguno.
¡Cuidado!
Diez años esperó que el árbol seco
floreciera de nuevo. Diez años
con el hacha aguzada y temblorosa,
pero el árbol
solo exhibía sus desnudos brazos,
la percha de la urraca y de los cuervos.
Cortóle al fin, y, de repente,
vio su corazón verde, borbotón de savia;
un año más, y hubiera florecido.
Más paciencia para mirar y ver a nuestro alrededor, a nuestro lado, que llega el aliento del sufrimiento y lo dejamos pasar de largo, como si con nosotros no fuese; y resulta que éramos nosotros; y vienen a cortarnos ya que nos creían secos.
Sí. Dice, y es para mí poner cátedra, Enrique García-Máiquez que tras leer a don José «no podemos seguir mirando, leyendo, pensando ni viviendo igual que antes». Ese gerundio que es la vida en cada instante. A mí me ha pasado; me está pasando.
En él estamos.
Mirad a los lirios del campo, miradlos. O no habréis visto nada. Mirando no veis.
«Tocamos la flauta y no bailasteis. Cantamos canciones tristes y no llorasteis». Todo os da igual.
Blog: generaldavila.com
13 mayo 2021