ESPAÑA EN LA PLAZA DE COLÓN. Rafael Dávila Álvarez. General de División (R.)

Fotografía Diario El Mundo

Quand’io mi volgo indietro a mirar gli anni/ch’ànno fuggendo i miei penseri sparsi…

«Cuando me paro a contemplar los años/y veo mis pensamientos esparcidos…» (Petrarca. Soneto CCLVII).

—Pues dime, ¿qué concepto has hecho de España?

—No malo.

—¿Luego bueno?

—Tampoco.

—Según eso, ¿ni bueno ni malo?

—No digo eso.

—Pues ¿qué? ¿Agridulce?

—¿No te parece muy seca, y que de ahí les viene a los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad? (Baltasar Gracián, El Criticón).

He asistido a una manifestación, una más, o menos, en la Plaza de Colón, en Madrid. He visto jóvenes, menos jóvenes, mayores, «muchas viejecitas vestidas de negro, con los cirios pálidos en las pálidas manos…». Hacía una mañana dulce y caía el sol de junio entre abanicos. En el fondo de un paisaje humano se esfumaba la silueta negruzca de lo que era España, que olvida el pasado. Había indignación profunda en el ambiente, un río de gente se deslizaba manso, claro, entre rojas y amarillas banderas.

En medio del asalto frívolo de los tahúres, de ladrones vestidos de socialistas, de bandidos de la traición, esta hora era para mi espíritu como un oasis. «Me sentía en una atmósfera de sinceridad y de fe».

Todas estas viejecitas, jóvenes y menos jóvenes, sentían profundamente; no eran literatos; no eran artistas; no leían fondos brillantes de periódicos. «De cuando en cuando entonaban una plegaria larga, melodiosa, que iba a perderse» en la cima de Colón junto a su bandera, que recogía un himno sin letra, con algo de España que grita y no se entiende, solo oye la música. Esta es una España sin letra.

«Yo pensaba en España». Veía nuestros santuarios, «nuestros humilladeros, puestos a la entrada de los viejos pueblos», veía España en sus trozos, jirones de peleas, casi en ruinas, una chimenea por donde salía el humo de quemar sus restos, en hogueras de traidores. Veía hablar a gente resignada, «poniendo grandes espacios de silencio en su conversación».

Todo parecía un rezo, de aquellos antiguos entre cirios, entre rosarios dirigidos desde el púlpito cuando ya no hay quien dirija la letanía, aunque reunidos contestan en voz alta. No saben a quién siguen.

Todo está parado; en la ciudad «han cesado en su afán diario los oficiales y artesanos; están mudos los primitivos telares, las carpinterías, las locas y rientes herrerías». Nada va quedando de lo que iluminaba aquello; que era, mejor o peor, pero era España.

Cuando este rosario termina… ¡Ay Señor! Desaparece lo poco que había, quedo, de este día, un rumor de letanía, clamores, y nada más que silencios que quisieron gritar: España, España, España. Nadie les oía.

Entre unas cortinas, moquetas, humo de tabaco rubio y sonrisa, desde una ventana alguien miraba: veía solo cipreses en la desolación castellana. «Cipreses centenarios, cipreses inmóviles, cipreses que os levantáis en la desolación castellana, cipreses que habéis escuchado tantas voces y lamentos, tantas súplicas salidas de humildes corazones, cipreses que habréis oído las plegarias de nuestros abuelos y de nuestros padres; yo tengo para vosotros —pensaba el risueño mirón— para vuestro tronco desnudo y seco, para vuestro follaje rígido, inmóvil, un recuerdo de simpatía y amor». Sonreía la máscara del poder.

Mira —el mirón—, con sonrisa desvergonzada, mientras pasa la novedad; que es la de siempre. Los de siempre, como siempre y en el redil de siempre. No hace falta ni cayado. Es como si arrodillados estuviesen ante el humilladero. El muy sinvergüenza se lo transmite a su amo:

—No hay de qué preocuparse.

Son las primeras horas del día. Reunidos. «Ellos, ¿no son como la encarnación secular de todo un pueblo anónimo, insignificante, de generaciones que nacen y mueren oscuramente?».

Yo veía los gritos silenciosos y retirados, los de tantas veces, «ermitas que se levantan en las fragosidades de una montaña o en la monotonía de un llano», ya por nadie visitados.

Ayer era ese domingo que presagia calores, que esta tierra se convierte con ello en otra cosa: dolores, temores y temblores. Temo esa terminación.

«Yo veía, en fin, todos los parajes y lugares que en nuestra España frecuentan la devoción y la piedad». ¿No está en esa plaza, en este cielo seco, en este campo duro y raso, toda nuestra alma, todo el espíritu intenso y enérgico de nuestra raza?

—Pues dime, ¿qué concepto has hecho de España?

—Que habrá que recomponerla porque a este paso, por mucho que caminen, de un lado a otro, por mucho que griten, ¡que poco queda ya de España!

Son palabras entresacadas de Azorín: España, del último capítulo: Epílogo en los Pirineos.

La noche del domingo al lunes me sentí solo y lejos, creyendo que seguíamos en las tinieblas, a los pies del humilladero de los nuevos dioses, en esa soledad y lejanía de la que nunca se vuelve. Es inútil; me dije para mis adentros.

«Cuando la noche es negra, una candela

no puede nada contra las tinieblas, pero

sí contra las tinieblas de tu alma; ya no importa

que haya otra noche fuera».

(José Jiménez Lozano)

Los centinelas han dado la voz de alarma; dudo: ¿Quiénes eran los de de la Plaza de Colón?, ¿ejércitos sin voz, sin voces de mando, sin generales que portasen una candela que iluminase las tinieblas del alma de España? Cuando la noche es negra.

Rafael Dávila Álvarez

14 junio 2021

Blog: generaldavila.com

 

 

 

 

LA AUTORIDAD DE AZORÍN EN LA CUESTA DE LA VEGA Rafael Dávila Álvarez

Cuando uno escribe hay que hacerlo a diestra y siniestra y si no mejor paseas, que a nadie le importa lo que tú cuentas.

Pues eso; paseaba en coche por la Cuesta de la Vega, despacio que a pesar de las curvas el paisaje es de ver por amplio y verdoso. Tres coches delante que se detienen; el primero es de la policía nacional, pero sin luces encendidas, sin aspavientos sonorosos ni luminosos, y la razón de la paradita, en plena cuesta, dirección única, capacidad una, es que, sin bajarse del coche, le piden los papeles a un emigrante de los muchos que por allí te indican donde hay un hueco para aparcar a cambio de una moneda. El parón se convierte en atasco, pero a la autoridad eso al parecer le importa poco. La fila de coches detenidos se alarga desde la placita de Azorín a la Catedral de la Almudena. Estoy a la altura del escritor y pienso en lo que diría su paraguas rojo sobre el acto de la autoridad competente que pide papeles para nada porque allí nada hay que papelear, que el problema no es ese, sino el atasco que acaban de formar, que es que España siempre está atascada por autoridad de la no ley. El emigrante saca algo de una cartera, sonríe, habla, gesticula, sin que nadie se altere ni se le ocurra a ningún conductor mostrar su, al menos, extrañeza por la inapropiada —cola de coches, puro atasco— forma de intervenir de la autoridad. Que lo mejor de su actividad es que no se bajan del coche y la ventanilla del mismo parece una de esas de la Administración en las que antes te faltaba un sello y ahora siempre te falta la razón, que se ha convertido en un bien preciado para el ciudadano y exclusivo del administrador-

Me entran ganas de preguntar, después de unos largos diez minutos de parón, si aquello va para largo. Pero la autoridad de la autoridad competente, desde el coche, sin bajarse para nada, me hace pensar que, si pregunto, por preguntar, aquello puede terminar en diligencias. ¡Buenos días caballero, sería usted tan amable…! El tono no sé transmitirlo.

Así que mientras medito, continúa el diálogo amable entre emigrante y policía —que no se baja del coche— y los otros nosotros, los conductores de la larga cola, que aumenta, esperamos pacientes de impaciencia, sin atrevernos a que se lean nuestros pensamientos y menos a mostrarlos.

—Adiós.  Se dicen, que parecen conocerse de tiempo atrás. Aquí no ha pasado nada, sino un saludo cordial que ha provocado una larga cola y la irritante espera.

Estar desde la ventanilla de mi coche viendo la escultura de Azorín es un sosiego en el incomprensible atasco. Tanto como ver controlar a la autoridad desde la ventanilla del coche a modo de mostrador.

Parar por parar, pedir por pedir, y esperar por esperar, es aguantar, y aguantar por aguantar, sin poder aclarar las razones por las que la autoridad te hace perder el tiempo y la paciencia; no sé cómo a eso se le llama. Azorín acabó cambiando su identificativo paraguas rojo por uno negro y ahora el rojo se pone otra vez de moda. Porque el rojo, el color rojo de verdad, ese nunca ha desaparecido, que es como darle una gorra y un pito a Azorín.

Cuando los coches reanudaron la marcha el emigrante nos saludó como disculpándose.

Él no tiene la culpa de que por enésima vez, los del coche con sirena, a los que conoce, le pidan el papel o los papeles que le han gestionado ellos mismos.

Azorín entre rosas rojas, convertido en espectador de broncíneas grebas, sonríe y dice algo inentendible, que sería capaz de soltar en un arrebato aquello de rémoras de la autoridad.

Menos mal que por allí estaba el crédito, como alivio, de José Martínez Ruiz. No fue tiempo perdido el del atasco y medito en la cada vez mayor congestión cuando hay que decidir, adoptar, regular, disponer y arbitrar.

¡Qué autoridad la de Azorín! Desde la Cuesta de la Vega.

Me despedí de él con cara de pacienzudo votante y don José me espetó.

-Seguís siendo dóciles en la rutina y solo espero que sigáis siendo bravos en la lucha por vuestra Patria. Que os la están quitando desde una ventanilla y con el membrete oficial.

Me pareció que susurraba: ¡Que poco habéis crecido!

Sigo sin saber. Seguimos.

Rafael Dávila Álvarez

Blog: generaldavila.com

5 junio 2021

 

EL TARTUFO Rafael Dávila Álvarez

«Siendo el deber de la comedia corregir a los hombres divirtiéndolos, he creído que, en el cargo que ocupo, no podía hacer nada mejor que atacar, mediante pinturas ridículas, los vicios de mi siglo; y, como la hipocresía es, sin duda, uno de los más en uso, de los más incómodos y más peligrosos, se me ocurrió, Señor, que no rendiría pequeño servicio a todas las gentes honradas de vuestro reino haciendo una comedia que pregonase a los hipócritas y mostrara como es menester, todas las estudiadas monerías de esas gentes de bien a ultranza, todas las trapacerías encubiertas de esos monederos falsos en devoción, que pretenden embaucar a los hombres con celo fingido y un caridad engañosa» (Moliere. Primer memorial presentado al Rey sobre la comedia del Tartufo).

Primero comer, luego las convicciones. Creo que algo así decía Julio Camba: «Más difícil que vivir sin Constitución me parece a mi vivir sin dinero, y ello no obstante, lo españoles vamos tirando todavía, a pesar del estado verdaderamente desastroso en que se encuentran nuestras haciendas», claro que no las de ellos. Unos escriben y cumplen para que luego vengan otros a imponer e incumplir, para llevarse lo tuyo y lo mío.

El impostor se va con lo que no es suyo, se deja la Constitución y no deja ni un buen pensamiento ni una buena acción.

Contaba César González Ruano, otro escribidor de realidades, lo de Azorín hablando de Cervantes.

Ocupaba D. Bernardo de Sandoval y Rojas la sede de Toledo.

— Bueno, Miguel, usted lo que necesita es dinero ¿verdad?

Miguel, de Cervantes claro, pobre, achacoso y viejo, sonreía con sonrisa melancólica y asentía ladeando un poco la cabeza.

Le pasaba por escribir El Quijote y no hacerlo sobre constituciones y además cobrar solo el por ciento escaso.

Ni académico era; que tienen la tirada vendida. Por eso Camba acabó en la habitación 383 del Palace, entre cartones. Insistieron en darle un sillón de la Academia Española (entonces no Real).

—No insistan ustedes en lo del sillón. Lo que yo necesito es un piso, y eso no me lo van a dar ustedes.

Otros aceptan un chalet en la sierra, constituyéndose, sin necesidad de escribir.

Escribir ya se sabe. Pone lo escrito algo así como: indisoluble unidad, patria común e indivisible de todos los españoles, justicia, equidad, libertad sin ira, para decir y gritar y hasta de privacidad habla. En las comunicaciones, eso de las cartas, y la inviolabilidad de todo, y echaron al escribidor de todas esas cosas tan bonitas, le quitaron el sillón que no quería y se sentaron ellos.

Dijeron que la Ley esa de la Constitución estaba muy bien para uno solo, que como marco y cosa para presumir estaba muy bien, pero que como éramos muchos habría que hacer otras leyes que no fuesen tan individuales, la ley de grupos, para todos. La Constitución para nosotros, los constituidos entre los leones, y para el resto las leyes que nosotros digamos. Los «todos» no son nadie así que ya os queda claro, yo me voy y me quedo con el sillón; y el piso, ese chalet de académico.

¡Que hambre has dejado!

Castigat ridendo mores pensó Molière y mucha razón tenía cuando afirmaba que estos tartufos no soportan que se les saque a escena. Por eso hoy abro el telón con el impostor.

El último se ha ido, pero volverán cien porque el envidioso muere, pero la envidia nunca.

Rafael Dávila Álvarez

Blog: generaldavila.com

12 mayo 2021