«La guerra es un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad».
Podría haber dicho Clausewitz: La política es un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad. De ahí la sutileza de su definición: «La guerra es la simple continuación de la política con otros medios. Queda sólo como exclusivo de la guerra la peculiar naturaleza de sus medios».
Las cosas han cambiado de manera que ya los tratadistas militares se quedan a mitad de camino; solo aciertan y son válidos los que emplean la filosofía en sus análisis porque la guerra ya no tiene definición, ni frentes, no hay límites geográficos ni se distinguen las vanguardias de las retaguardias. Es total y sin periodos de descanso; vive con nosotros.
Entendemos a Freud. Dice que la superioridad intelectual comienza ya a desplazar a la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: eliminar al enemigo, matarle. Ya no es exclusiva característica de la guerra la naturaleza de sus medios. Se mata sin recurrir a la fuerza bruta; y eso es la guerra, ahora más sibilina y dulce.
La guerra actual no marca líneas que diferencien la política de la guerra y se usan los mismos medios de destrucción en uno y otro caso, porque no es el medio, sino el fin lo que a la política le interesa. Toda la palabrería de guerra es un vano recuerdo ni servible ni comparable a aquellos conflictos. No cambia desde Gilgamesh o, más conocido, desde la Ilíada, el concepto de guerra: matar al contrario. No le queda más remedio a Freud que sacar a relucir la teoría de las pulsiones: «conservar y unir (eróticas) — destruir y matar (de destrucción)». Es como fue y es como es y será.
El cambio en nuestros días es tan sutil como profundo: ya no hay enemigos, ni declaraciones de guerra, todos son adversarios y mediáticos ataques contra el honor y la razón como sustitutos de la más agresiva artillería. Las doctrinas militares no hablan de enemigo, hablan de adversarios, crisis o conflictos armados; con cinismo apartan de sus vocabularios la palabra guerra, indefinible, inasumible en su ortodoxia. Moderna.
Las concesiones políticas, el no a la guerra de Irak o la retirada de Afganistán, como válidos ejemplos, ha causado más muertos y tragedias humanas que la misma guerra, que el peor de los misiles. El mundo avanza hacia el desequilibrio total, desconocido, que hace que todas las teorías de la guerra, los estudios ancestrales y los análisis más consecuentes se queden como simples panfletos; ante lo que se avecina.
Es la dominación pacífica, dominación a la postre que, en cualquier momento y por cualquier nimiedad, puedes estallar en una explosión tan inimaginable como Hiroshima, no distinta del objetivo de la guerra: «obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad». Matar.
No hay más. En este juego de la guerra, tan íntimo y humano, ya no hay vencedores o vencidos, hay muertos y vivos y la muerte no es exclusivamente la pérdida de la vida, sino andar sin rumbo ni horizonte con el que soñar.
Es decir: lo que ahora tantos y tantos viven como consecuencia de esta guerra que padecemos.
Son las nuevas víctimas de esta guerra a la que solo se le ha cambiado el nombre y la naturaleza de sus medios. Ya no son tan peculiares. Ni los soldados llevan uniforme.
El final me lleva a pensar que la guerra, como locura que era, se ha hecho; y es: racional, moderna y homologada. De ahí su verdadero peligro.
General de División (R.) Rafael Dávila Álvarez
Blog: generaldavila.com
3 noviembre 2021