«¡Cuádrese! Soy el ministro de la Guerra».
Según, Memorias de Diego Martínez Barrio (Espejo de España, pág. 32), esa fue la entrada de Azaña en la milicia para posesionarse del ministerio de la Guerra.
Era de noche y en la oscuridad de las bujías, aprovechando las sombras, Azaña pone firmes al oficial de guardia del palacio de Buenavista, sede del ministerio de la Guerra. El general Ruiz Fornell le da posesión del cargo. Azaña acababa de cumplir un sueño infantil. El niño don Manuel sueña con su juguete: ¡Soldados!
No voy a hablar de lo militar, que hay para rato, solo diré que para él los ejércitos eran una caja de soldaditos de plomo al que alguno le faltaba una pierna. Hacía sin consultar y deshizo más que hizo.
Cada uno es muy libre de hacer interpretaciones de la vida de cada cual. La historia, lo acabo de aprender después de muchos años, es subjetiva. Hay mucha, demasiada, interpretación en nuestra reciente historia, sin el tiempo suficiente para alejarse y mirar sin actuar como mediocre actor. Hasta los documentos no valen si no están interpretados por el interpretador llamado historiador. De ahí surgen los ensalzados prohombres de Estado. Como Azaña. Interpretables.
Me gustaría ir a los hechos. Tiene buena literatura, alguna prosa magnífica, sin duda. Es más conocida su versión política. No sé a cuál de las dos se rinde homenaje en una exposición que ayer inauguró el Rey Don Felipe.
Políticamente no se sabe muy bien lo que era, al margen de ser Azaña, que lo era casi todo para él, porque nada sabía de socialistas y menos de comunistas; y así le fue.
Certero en su apreciación al adivinar por qué perdieron la guerra los que trucaron las elecciones y convirtieron unas municipales en plebiscito y unas generales en subjetivo recuento como ahora se ha demostrado. En La Velada en Benicarló un Azaña derrumbado llega a dar la clave: ‹‹Un acto revolucionario, una resolución oportuna y útil, no califican para mandar. Si el ranchero impide que su batallón se subleve o el buzo de un acorazado logra que la oficialidad no se pase al enemigo con el barco, déseles un premio, pero no me hagan coronel al ranchero ni almirante al buzo. No sabrán serlo. Perderemos el batallón y el barco››.
Azaña tenía esos tres problemas que acucian a España de manera permanente: el nacional, el religioso y el monárquico. A los tres les atacó con dureza y sinrazón. Muy en la línea actual mezclada con el perejil del intelectual fracasado en sus apetencias.
Andamos entre vacunas. La del 23F, la de los nacionalismos (por cierto y el ¿Estatuto de Azaña?), el terrorismo, el comunismo, y claro ¡cómo no! el socialismo. Todos vacunados. Falta la de la República; no fue suficiente con dos dosis.
«Paz, piedad, perdón». Era tarde y fracasado.
Suárez barajó, entre otros proyectos, trasladar a España los restos de Azaña y enterrarlos en el Valle de los Caídos. Aznar tengo entendido que también; o parecido. ¿Será la última vacuna?
He estado viendo y oyendo y al final he pensado que todo esto, lo de ayer, anteayer y el otro, es como una pedrada. Estamos en eso: tirar la piedra, pero a dar y si es posible a matar. ¡Vaya pedrada!
Debemos descubrir a quienes esconden la mano. En el bolsillo del mandil.
Los hechos y el BOE están ahí. Ellos son objetivos, aunque en ocasiones reflejen la subjetividad del que firma.
Esto, que les dejo entrecomillado, lo firmó don Manuel Azaña como presidente del Gobierno de la República, el día 26 de noviembre de 1931, después de echar al Rey Alfonso XIII, bisabuelo de Don Felipe.
Hoy el Rey de España les ha metido un gol por toda la escuadra a los vacunadores. Que cunda el ejemplo.
«Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien, ejercitando los Poderes de su Magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico del país; en su consecuencia, el Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la ley a don Alfonso de Borbón Habsburgo-Lorena; privado de la paz pública, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional. Don Alfonso de Borbón será degradado de todas las dignidades, honores y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de su representación legal para votar las nuevas normas del Estado, le declara decaído, sin que se pueda reivindicarlos jamás, ni para él, ni para sus sucesores. De todos los bienes, acciones y derechos de su propiedad que se encuentren en territorio nacional, se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba darles. Esta sentencia, que aprueban las Cortes Soberanas Constituyentes, después de sancionada por el Gobierno Provisional de la República, será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de Naciones».
Firmaba la sentencia, como presidente del Gobierno de la República de España, Manuel Azaña el día 26 de noviembre de 1931.
El Decreto se había aprobado en las Cortes con nocturnidad: a las tres cincuenta y cinco minutos de la madrugada del 20 de noviembre de 1931. Alta traición. Una declaración de rencor —¿odio?— sin precedentes. Peor que la guillotina. Insoportable.
¡Vaya golazo!
Rafael Dávila Álvarez
Blog: generaldavila.com
18 diciembre 2020